
Decía Mark Twain: “La mejor forma de animarte es intentar animar a otro”, y quizás, sin saberlo, hablaba del lenguaje del alma.
Dar es un movimiento sutil de energía: cuando sale de nosotros con amor, siempre vuelve, multiplicado. No importa si se trata de una palabra, una caricia, un gesto o una escucha verdadera; cada vez que damos, algo en nosotros se ordena, se ilumina.
En los talleres que comparto, lo veo una y otra vez. Al comenzar, las personas llegan tensas, cerradas, como si el cuerpo guardara el eco de los días, pero a medida que respiramos, que soltamos y nos movemos, la energía cambia.
El alma se expande, el cuerpo recuerda su ritmo, y los ojos comienzan a brillar distinto. En ese instante siento que dar es también recibir, que ayudar al otro es una forma de sanarnos.
Vivimos en una época que corre demasiado rápido, donde el silencio y la pausa parecen un lujo, pero el alma no entiende de prisas, ella necesita tiempo, presencia y ternura.
Detenernos, respirar profundo, volver a lo simple, a eso que sabemos hacer con el corazón, es un regalo que nos reencuentra con nuestra esencia.
Te invito a que te observes: ¿Cómo se siente tu energía cuando ayudas? ¿Qué pasa dentro tuyo cuando alguien te mira con amor, cuando te tiene en cuenta o te ofrece un gesto sincero?
Ser vistos y ver al otro desde el alma es una forma de oración silenciosa. Porque en esa mirada habita la compasión, y en la compasión florece la vida.
Dar no empobrece, nos expande. Nos recuerda que somos canales, no dueños, y que la energía del bien solo circula cuando la dejamos fluir. Mirarnos para mirar a otros, sentirnos para sentir al mundo.
Quizás aún no comprendemos el poder luminoso que tiene un acto simple: hacer el bien. Bendiciones.





