“Recuperación en V”, “crecimiento como pedo de buzo”, “esquemas tarifarios realistas que no afecten directamente el bolsillo de los argentinos”, “cargar el ajuste al Estado y no a la gente”, “lluvia de inversiones”, “año de la reconstrucción”, “97% de las promesas de campaña cumplidas en el primer año”… En el teatro de la política y la economía argentina, las frases grandilocuentes tienen un peso específico que rara vez se traduce en prosperidad real.
En menos de la mitad de su mandato el presidente Javier Milei acumuló mucho en este sentido y, con su optimismo de choque, acaba de regalar a los argentinos la última de ellas: la promesa de que “nos van a salir dólares por las orejas”. La expresión, lejos de infundir confianza, resuena como un eco nostálgico de promesas fallidas, situando a su gestión en una peligrosa tradición de espejismos cambiarios que la historia argentina se encarga de desmentir casi todos los días.
La retórica oficial se basa en el axioma de que la mejora de las exportaciones, el crédito internacional y la llegada de inversiones por la explotación de recursos naturales serán el flujo inagotable de divisas. Sin embargo, este optimismo se estrella contra la realidad histórica del déficit de cuenta corriente, esa persistente fuga de dólares que siempre supera a la entrada, obligando a los gobiernos a recurrir a deuda o a cepos, como nos enseñaron desde Celestino Rodrigo hasta el último kirchnerismo.
El dilema no es nuevo: el ancla monetaria y la lucha contra la inflación se sostienen con un tipo de cambio que el mercado percibe como artificialmente bajo, desalentando la liquidación de divisas y manteniendo en alerta a Luis Caputo, que, a pesar de las transitorias calmas cambiarias, sigue con miedo a fortalecer las reservas mediante la compra de dólares, no sea que inyecte pesos y desestabilice el frágil equilibrio. La estabilización entonces es precaria: el mercado se “embucha” de dólares que no quiere soltar, disparando a la par una tasa de interés exorbitante para secar la plaza de pesos, una maniobra de alto riesgo que estrangula a la actividad económica.
La promesa de una avalancha de dólares se vuelve aún más ridícula al observar la salud del aparato productivo. La propia cúpula empresaria, esa que supuestamente debería estar festejando la era libertaria, admite que la economía ingresó en una preocupante recesión. Los datos de caída de producción y consumo, la baja de la recaudación del IVA y las proyecciones pesimistas de la inversión privada, con una probabilidad de recesión que roza el 98,6% según indicadores privados, no son señales de un país al borde de la opulencia, sino de uno cayendo en una pendiente peligrosa.
Las medidas de ajuste y “ordenamiento” fiscal están produciendo el efecto lógico: parálisis económica, pérdida de empleos y la retracción del mercado interno. Que el empresariado reconozca públicamente la recesión es la mejor evidencia de que la brecha entre discurso y realidad se profundiza. Las inversiones languidecen, la demanda interna flaquea y la estructura productiva no responde con dinamismo. En ese contexto, el Gobierno tiene menos margen para prometer, pero igual lo hace.
La paradoja de la polarización y el laberinto político Mientras la economía se debate entre la recesión y el temor a la devaluación, el oficialismo se enreda en un laberinto político que revela su fragilidad electoral y su dependencia externa. El bochornoso episodio de la candidatura de José Luis Espert y su posterior reemplazo por Diego Santilli en medio de la campaña, con la controversia sobre la impresión de boletas y el costo multimillonario que el Gobierno pretendía cargar a las arcas públicas, expone una gestión que prioriza la conveniencia electoral por encima del respeto a las formas y al bolsillo de la ciudadanía.
La permanencia de Espert en las boletas, a pesar de su “renuncia”, es un símbolo de la improvisación y la desesperación por retener un caudal de votos que parece diluirse ante el ajuste. Preguntas aparte: ¿cuán viable es un gobierno que tiene por spot de campaña “para votar al Colorado, marcás al Pelado”?, ¿qué puede aportar el candidato si su respuesta al spot es ‘¿Me pelo o no me pelo? Los leo’”?
La cumbre con Donald Trump, presentada como el gran salvataje financiero, terminó de confirmar la inestabilidad. Lejos de un cheque en blanco, el encuentro sirvió para que el mercado reaccionara con pesimismo y temor a una devaluación, principalmente por la vaguedad de los anuncios y una frase confusa del presidente estadounidense. Trump, siempre polarizante, condicionó su apoyo a la victoria de Milei en las próximas elecciones y puso tres condiciones clave a su gobierno (como reducir lazos con China), interponiéndose abiertamente en la política interna con un desparpajo inédito, rompiendo toda regla de diplomacia.
El apoyo de la figura de Trump, aunque ideológicamente afín, no es gratuito: Milei hipoteca soberanía de decisión argentina a cambio de un espaldarazo que, en la práctica, generó más incertidumbre que confianza en el mercado. La lectura es inobjetable: el Gobierno de Milei navega en la precariedad. Económicamente, sostiene un equilibrio fiscal a costa de una recesión profunda y un tipo de cambio que solo se mantiene por la falta de pesos y las tasas usureras. Políticamente, se muestra dependiente de figuras internacionales y enredado en conflictos internos y electorales que revelan su falta de anclaje territorial y una peligrosa improvisación. El gran riesgo del actual modelo no es la velocidad de los cambios, sino su insostenibilidad.
Se busca una solución radical a problemas complejos con herramientas dogmáticas, ignorando las lecciones de la historia económica y la dinámica social. La promesa de que “nos van a salir dólares por las orejas” es la cortina de humo de una crisis que se profundiza día a día, con empresarios preocupados, un mercado bajo control con fórceps y una ciudadanía que empieza a sentir el peso de un ajuste que, hasta ahora, solo repartió penurias. El tiempo de las consignas se agota.
La historia, de la que el Presidente tanto reniega, se está reescribiendo ante los ojos de todos y, una vez más, la apuesta al “éxito instantáneo” del ajuste libertario terminará en frustración. Es hora de que el oficialismo deje de mirar al pasado y a la geopolítica extranjera y comience a enfrentar la contradicción propia y el drama de la recesión.
“No limosneamos”
En medio de un país tensionado por el ajuste y la concentración de recursos en el centro, Misiones vuelve a levantar la bandera del federalismo real. En una entrevista con FM 89.3 Santa María de las Misiones, el gobernador Hugo Passalacqua reivindicó la administración ordenada, el equilibrio fiscal y la defensa de la autonomía provincial como respuestas frente a un modelo nacional cada vez más centralista.
“El misionerismo no es una consigna, es una forma de gobernar”, resumió el mandatario, al insistir en que Misiones avanza “por lo propio”, sosteniendo políticas públicas que resisten la ausencia del Estado nacional. Salud, educación e infraestructura son los frentes donde esa falta se nota más: programas caídos, obras demoradas, fondos que no regresan.
“De cada compra, el 21% va a la Nación en IVA, y eso no vuelve”, recordó, en un diagnóstico que describe con crudeza la desigualdad estructural del federalismo argentino. Passalacqua evitó el tono confrontativo, pero su mensaje fue político en esencia. Afirmó que acompañar al candidato Oscar Herrera Ahuad en el Congreso “no es un favor, es una necesidad”, porque “el federalismo necesita de dirigentes con espalda para llevar nuestra voz a Buenos Aires”.
Esa apelación, lejos de la retórica partidaria, funcionó como una defensa del derecho provincial a decidir su destino sin tutela del poder central. La entrevista también dejó una lectura histórica. “Siempre recuerdo a Artigas: Buenos Aires da amarguras”, dijo el gobernador, trazando un puente entre la herencia federal y la coyuntura actual.
“No se trata de mala intención, sino de una concepción que no entiende lo que pasa en el país profundo”. En ese contexto, el llamado a “votar a lo propio” adquiere un sentido más amplio que el electoral. Es un reclamo por la equidad territorial, por un país que no mida desarrollo en kilómetros de distancia desde la Casa Rosada. Cuando el Gobierno nacional ajusta desde arriba, Misiones responde desde abajo con gestión, identidad y orgullo de pertenencia.
Passalacqua lo sintetizó sin grandilocuencia: “No limosneamos, pedimos lo que le corresponde a la gente”. En esa frase se condensa el espíritu del misionerismo: dignidad, trabajo y convicción. En tiempos en que el poder se concentra y el federalismo se vacía de contenido, Misiones elige recordarle al país que el interior también gobierna, también produce y también piensa su propio futuro.





