Decidir es una acción constante y, a veces, agotadora. Desde lo más cotidiano -qué comer, qué contestar en un mensaje, cómo reaccionar ante una actitud ajena- hasta elecciones más complejas -qué camino profesional tomar, cómo acompañar a un hijo, si perdonar o no una ofensa-. Decidir no es algo esporádico: es el pulso mismo de nuestra vida.
Pero hay algo que muchas veces no vemos: nuestro cerebro, para poder procesar la cantidad inmensa de información que recibe a diario, necesita simplificar. No puede detenerse a analizar con profundidad cada estímulo, cada situación, cada decisión. Por eso, se vale de heurísticas. Las heurísticas, son como atajos mentales que nos permiten responder rápido ante la complejidad.
Estos atajos son herramientas útiles, sin ellos, estaríamos paralizados frente a la sobrecarga de elecciones. Sin embargo, como todo atajo, su velocidad puede traer consigo desvíos peligrosos. Cuando estas heurísticas se aplican de manera automática o en contextos inapropiados, pueden llevarnos a errores sistemáticos en nuestro razonamiento. A esos errores los llamamos sesgos cognitivos.
Un sesgo cognitivo es una desviación en la forma en que interpretamos y evaluamos la información. No responde a la lógica objetiva, sino a la economía mental que necesita nuestro cerebro. Son, en definitiva, errores predecibles en la forma de pensar. No somos irracionales, pero sí somos previsiblemente irracionales.
Pensemos en tres de los más comunes:
Representatividad:
Este sesgo nos lleva a evaluar la probabilidad de algo según qué tanto encaja con un modelo mental o estereotipo, ignorando las estadísticas reales. En la convivencia, caemos fácilmente en esto: etiquetamos a las personas por cómo se ven, cómo hablan o qué hacen una vez, y decidimos quiénes son. Así, bloqueamos la posibilidad de conocerlas de verdad.
Disponibilidad:
Evaluamos la probabilidad de algo según la facilidad con la que lo recordamos. Si vemos noticias sobre robos o accidentes, sentimos que son más frecuentes de lo que en realidad son. En la vida cotidiana, este sesgo hace que tengamos más presente el error ajeno que el gesto bondadoso ya que lo negativo, lo impactante, suele ocupar más espacio en nuestra memoria.
Anclaje y ajuste:
Al estimar algo desconocido, nos aferramos a un valor inicial: el “ancla” y ajustamos a partir de ahí, aunque el ancla sea irrelevante. Si alguien nos dice que un restaurante es carísimo, es probable que todo lo que ofrezca nos parezca valioso, aun si no lo sea. Esto se traslada también a nuestras relaciones: si alguien nos habló mal de una persona, ese primer juicio condiciona nuestra experiencia. Anclas emocionales, prejuicios heredados, primeras impresiones: todo puede sesgar lo que vemos.
Decidir rápido no siempre es decidir bien. Pensemos en la convivencia cotidiana -en el hogar, en la escuela, en el trabajo- donde a veces una mirada, una palabra mal interpretada, una reacción automática, definen el tono de una jornada o fracturan una relación. ¿Cuántas veces reaccionamos en lugar de comprender? ¿Cuántas veces decidimos sin realmente escuchar?
Quizás la vida requiera otro ritmo. Detenernos, aunque sea por un instante, para discernir, desactivar los atajos y mirar con otros ojos. Reemplazar el juicio pronto por la compasión, la etiqueta por la apertura y el miedo por la sabiduría.
Porque cada decisión que tomamos -incluso la más pequeña- es una oportunidad para elegir entre la inercia del hábito y la lucidez del alma; y en ese instante, breve pero sagrado, se juega el arte de vivir en paz con uno mismo y con los demás.
Valeria Fiore
Abogada-Mediadora
IG: valeria_fiore_caceres








