Casi todas las cosas difíciles que nos pasan, tienen una doble mirada, una forma distinta de ver el mismo hecho.
La primera mirada es la capa superficial. Nos pasó algo difícil, desagradable y entonces podemos sentir dolor, desconcierto, miedo, injusticia. Percibimos una voz en nuestra cabeza que dice: “¿Por qué me pasa esto a mí?. ¡No lo entiendo, no es justo!. ¡Desearía que esto nunca hubiese pasado!
Podemos quedarnos solo con esa mirada, pero nos perdemos lo mejor: el regalo escondido, lo que ese hecho vino a enseñarnos, lo que podemos aprender y crecer gracias a eso que nos ha pasado.
La segunda mirada es la más profunda, es la que muchas veces cuesta poder hacerla y es, ante un hecho doloroso -como una enfermedad grave-, o algo injusto y desagradable -como un robo-, poder hacernos la pregunta con la sincera convicción de encontrar la respuesta; poder preguntarnos una y otra vez: ¿Qué vino a enseñarme esto?.
Cuando nos abrimos a la idea de que nada es casualidad y de que las cosas que nos pasan, aunque al principio parezcan no tener ningún sentido, tienen una enseñanza para nosotros, el milagro sucede: siempre que nos abramos a recibirlo y le demos la oportunidad de una segunda mirada.
Pasar de la primera mirada – donde somos víctimas de lo ocurrido- a la segunda mirada -donde somos buscadores de un tesoro escondido y, si bien no es fácil, la recompensa es enorme.
Al principio, cuando nos hacemos la pregunta: ¿Qué vino a enseñarme esto?, la respuesta puede ser un profundo silencio; pero lo importante es seguir cuestionándonos, dar por sentado que por algo es. Entonces las posibles respuestas aparecen.
La vida es como una balanza, en un plato están los momentos buenos y felices; en el otro los momentos dolorosos. Debe haber de los dos en la vida para que exista un equilibrio. Todo lo bueno que somos es gracias a las cosas que hemos vivido y superado, sin rendirnos y buscando la segunda mirada.
Hay un juego que podemos hacer con la vida, y consiste en que cuando nos tocan momentos de felicidad, saborearlos a pleno, vivirlos en cámara lenta, permitir que los relojes se detengan y solo cuente el momento presente.
Y cuando lleguen las situaciones difíciles, preguntarnos: ¿Qué vino a enseñarme esto?, con la convicción de que hay un “para qué”, y jugar a la búsqueda del tesoro escondido, hasta hallarlo.
Cuanto más fuerte sea el dolor o el hecho ocurrido, más debemos intentar que el tesoro que hallemos sea superior, para que cuando miremos para atrás podamos decir con toda sinceridad: “Gracias que me pasó esto”.