Dentro de pocas horas, comenzarán a desfilar por el país escritores, catedráticos, autoridades políticas, algunos “iluminados” y hasta reyes para –además de hacer algo de turismo y fortalecer lazos protocolares- participar en el octavo Congreso Internacional de la Lengua Española, que se celebrará en Córdoba del 27 al 30 de este mes.
El foro, que se reúne periódicamente para analizar la riqueza, los desafíos y las amenazas del idioma que une a 559 millones de personas, tiene esta vez en su “menú” ingredientes como la interculturalidad, la sociedad digital y la competitividad del español en el marco de la innovación y el emprendimiento; pero -en principio- deja afuera al principal debate lingüístico que atraviesa hoy a la sociedad anfitriona: el “lenguaje inclusivo”.
Es que, para la Real Academia Española (RAE), ya es una cuestión zanjada desde fines de noviembre pasado, cuando su director honorario, Víctor García de la Concha, presentó el “Libro de estilo” editado por la institución y sentenció públicamente que no se admitirá formalmente ese tipo de variantes con ideología de género porque “no hablamos así”.
¿Está bien que el lenguaje inclusivo quede excluido del “orden del día” del Congreso? No lo parece, si se tiene en cuenta la “tradición” (o al menos la “vocación”) de aprovechar estos congresos para fijar postura (o al menos debatir) sobre las tendencias imperantes o las inquietudes emergentes de la comunidad hispanohablante. Sin embargo, estratégicamente, resulta hasta razonable que la RAE no quiera dar más entidad de la que supuestamente tiene un fenómeno que sus propios impulsores degradan desde el momento en que lo reconocen como “lenguaje”, una entidad de menor categoría que “lengua” y que lo sitúa a la altura del portuñol, el lunfardo porteño o cualquier otra variedad de uso minoritario o circunscrito a una área geográfica determinada, un segmento social, una ideología compartida o incluso una franja etaria.
En ese sentido, y para ir clarificando a qué se apunta hoy desde la RAE, tampoco aparece como inquietud de este Congreso la penetración en el español de ciertas expresiones y construcciones que el reggaetón está popularizando en nuestro día a día, pero –sintomáticamente- sí habrá espacio para el desembarco de los emoticones y otros elementos característicos de las redes sociales.
Es decir, se está tratando de dilucidar entre lo pasajero y lo que en apariencia está llegando para quedarse. Podrán acertar o estar equivocados, pero los académicos están haciendo un recorte premeditado. Y tal vez el factor decisivo en este ejercicio tenga que ver con la sistematización.
En un lúcido paper publicado en la plataforma Medium, el profesor y programador informático Maximiliano Firtman refleja que “para desobedecer a la RAE, hay que tener fundamento y reglas muy claras. Y hay formas de ser inclusivo que no implican cambios en las reglas”.
“Este no parece ser uno de esos casos donde la sociedad, por cambios tecnológicos, culturales o sociales, está deformando el lenguaje. Ellos creen que todo el mundo habla como ellos y entiende el tema y lejos estamos de estar a ese nivel. Muy por el contrario, es una extrema minoría quien lo hace”, remarca.
Torre de Babel
Portuñol, lunfardo, inversión o alteración de sílabas, y ahora el lenguaje inclusivo, carecen de reglas claras. Frente a ellos, los emoticones son en sí mismos un sistema preestablecido sobre el que se van incorporando modificaciones. Todos pueden entenderlo porque sus significados son idénticos para todos. En cambio, el lenguaje inclusivo es todavía tan fragmentario que es difícil encontrar coincidencias en su uso –más allá del icónico “todes”- entre varias personas, e incluso por una misma persona en diferentes circunstancias.
Unos usan la famosa “e” en plurales pero no en singular; otros en los sustantivos pero no en los adjetivos (¿por eso no es “lenguaje inclusive”?); otros en palabras sin género pero terminadas en o; pero nunca-nunca en palabras femeninas, siendo que si todos los “políticos” son hombres, todos los “electricistas” deberían ser mujeres…
Más allá de eso, muchos mezclan “e” y “x” como variantes indistintas; unos prefieren la fórmula os/as y otros la rechazan porque excluye a los géneros no binarios; y así hasta el infinito…
Para colmo, muchas variedades del lenguaje “inclusivo” (si llega a generalizarse, ¿podrían llamarse “dialectos”?) son excluyentes. La “x” en reemplazo de las vocales, por ejemplo, impide “leer” a las personas ciegas o con baja visión, ya que el sistema operativo de su celular o su computadora no reconocerá las palabras y por tanto no podrá transmitírselas; pero tampoco las reconoce el traductor de Google y de las redes sociales, con lo cual nadie que no entienda español sabrá de qué estamos hablando si “colamos” una equis donde hasta ahora nunca estuvo. Lo mismo sucede con la arroba (@) o con el asterisco (*).
Un verdadero galimatías que conspira contra su propia razón de ser. Porque no olvidemos que la función última del lenguaje es poder comunicarse unos con otros. Y si el lenguaje inclusivo es tan exclusivo que sólo lo entiende un grupo (por amplio que llegue a ser en un determinado momento), terminará sus días como el famoso esperanto, que se construyó en su momento como artificio que pretendía constituirse en idioma universal y no fue más que una anécdota, como el idioma menos hablado del universo.
El uruguayo Adolfo Elizaincin reforzaba días atrás esta idea en una entrevista con el diario La Nación: “Para mí (el lenguaje inclusivo) no va a prosperar, creo que es una cosa de moda, de militancia. Quizá dentro de algún tiempo, si el cambio se hace naturalmente y la gente empieza a usarlo, los escritores, los periodistas, y las academias lo vean documentado en literatura, en prensa… Pero ahora, imponerlo así de hoy para mañana, no va a suceder. La lengua no cambia de esa manera”, sentenció.
Instrumento de lucha
Entonces, ¿para qué esforzarse tanto en algo que reta permanentemente a nuestro cerebro y que –según los académicos- está condenado al fracaso?
Porque los defensores del lenguaje inclusivo no lo ven como una cuestión lingüística sino simbólica: “El lenguaje inclusivo es una invitación a pensar sobre la posición que ocupamos cuando usamos el lenguaje”, que “no depende solo de nuestras intenciones o de nuestras representaciones privadas: el significado de las palabras es público y está estrechamente ligado a nuestro modo de vida social.
Al hablar explotamos diferentes mecanismos, de manera deliberada o no, que no dependen exclusivamente de lo que hay en nuestras cabezas. Como escapa a nuestro control, podemos discriminar, excluir u ofender sin pretenderlo; podemos perpetuar inadvertidamente patrones de dominación con el uso que hacemos del lenguaje”, argumenta el español Manuel Almagro Holgado, especialista universitario en Filosofía del Lenguaje.
En cualquier caso, no sería el primer intento de utilizar el lenguaje como metáfora en sí misma de una lucha social o política “superior”, pero sí el primero de institucionalizarlo en el ámbito académico.
El colombiano Gabriel García Márquez (notable periodista, excelso novelista, bastante mediocre lingüista) propuso en su momento, medio en broma, medio en serio, eliminar el uso de la h y otras “rebeliones” ortográficas que apuntaban, en el fondo, a “escribir como se habla”; pero ni él mismo se animó a aplicarlo en sus escritos.
Sí llegó a ese punto el poeta español Juan Ramón Jiménez, quien –tal vez obnubilado por la belleza de sus propias iniciales- se negó en rotundo a utilizar la letra g para los fonemas /je/ o /ji/. Pero ni él en sus esporádicas presencias en aulas estudiantiles, ni mucho menos su esposa Zenobia Camprubí, en su ejercicio como docente o como traductora, amagaron siquiera a sugerir a otros que acompañen la “travesura”.
En tiempos de redes sociales, automedicación, fake news, tutoriales, photoshop, aulas invertidas y “periodismo ciudadano”, cualquiera se puede sentir tanto o más que GGM, JRJ o la mismísima RAE y con la suficiente autoridad como para no solo escribir o hablar como se le antoja, sino imponer esa tendencia a terceros (colegas, contactos y hasta alumnos), bajo pena de acusarlos de retrógrados, cachorros del patriarcado y tantos epítetos “empáticos” e “inclusivos” más.
Y ahí está la principal amenaza de este fenómeno, un poco hacia afuera pero sobre todo hacia adentro: como lenguaje que es, su uso resulta perfectamente adecuado en ámbitos acotados (en el grupo que se dotó a sí mismo de ese lenguaje) y francamente tolerable en cualquier otro contexto, siempre que el hablante sea consciente de que su discurso puede no llegar al pretendido receptor.
Es como si ahora escribiera este artículo en ruso: ¿estaría mal, acaso? Sólo si mi objetivo es que todos me entiendan.
Ahora bien: en determinados círculos se ha decidido que el lenguaje inclusivo debe ser usado por todos, y se utilizan ciertas coerciones para imponerlo, desde el uso de las aulas (donde la relación entre maestro y alumno siempre fue, es y será vertical, mal que nos pese) hasta la “condena social” a través de las redes sociales.
Como animales políticos, y por su sesgo ideológico “progresista” (por usar una terminología clásica, por más que esté en decadencia), deberían saber que la inclusión –como cualquier valor moral- se construye horizontalmente, no por la vía de la imposición.
La obcecación de la hora se puede aceptar como mecanismo hegeliano de antítesis para llegar a la síntesis en el momento oportuno. Pero para eso hace falta mucho más que vigor y militancia: es necesaria una base sólida.
Si estamos decididos a instalar un lenguaje inclusivo, pongámonos de acuerdo, sistematicémoslo, establezcamos reglas claras y coherentes para que la gente se pueda familiarizar con él e ir adoptándolo espontáneamente; no esperemos que la RAE haga ese trabajo, convenzámosla de que esto va en serio. Y si no, dejemos tranquila a la lengua, que –dentro de todo- está bastante bien como está.
Por Paco del Pino
Periodista