El viejo motor Yumpa brama en la popa de la canoa que parece anclada sobre el magnífico río Paraná. El andar es lento pero, claro, es mejor que remar contra la corriente. La niebla no es tan densa y el sol que empieza a asomar permite divisar a lo lejos la Isla Cañete, destino de mi día de pesca.
En la proa, un balde de plástico con unas pocas anguilas pescadas en una zanja de Villa Urquiza quizás se conviertan en el pasaporte para retornar con un dorado o un manguruyú, solo es cuestión de un poco de suerte. Las tres cañas con los relucientes reeles Penn y Pescador heredados de un tío, una desvencijada caja con anzuelos y unas pocas plomadas completan mi equipo.
Como partí del viejo Refugio Don Lorenzo, la isla no está tan lejos. Sobre la parte superior de esa lengua de tierra recubierta de árboles nativos y algunos mangos y naranjos, una rara falla geológica casi paralela al curso del río es mi primer destino. A lo lejos, sobre costa paraguaya se dibuja Itá Cuá. De repente el desplazamiento se hace más lento, señal inequívoca de que la corriente es más fuerte y estoy cerca de iniciar mi día de pesca.
Una enorme piedra atada a una soga se convertirá en la precaria ancla que me mantendrá sobre el veril donde bogas, pacúes y salmones se suelen disputar el maíz proveniente de los cebaderos. La quietud de la caña no es buena señal: no hay pique. Pasan las horas y la suerte no cambia.
Después de varios intentos, vuelvo a poner en marcha en viejo Yumpa, que parece quejarse a cada segundo. Cruzo hacia el canal y encarno una anguila. Un corto lance y a esperar mientras el agua parece entonar una canción de cuna. De repente, un fuerte golpe en la caña me rescata. Un dorado se recorta sobre el horizonte y vuelve a caer sobre el agua. Después de algunos minutos, la lucha termina con el enorme pez sobre la canoa. Es hora de arrancar y volver a casa, el viejo Paraná siempre recompensa.
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