Por: Julio Manuel Benítez
No hay ruta que no guarde un secreto.
La 14, esa serpiente de asfalto y cansancio, amaneció con nueve silencios dormidos sobre el pasto.
Siete eran jóvenes, universitarios que aún aprendían a pronunciar la palabra futuro.
La madrugada se los llevó como quien apaga una canción cuando más fuerte sonaba el estribillo.
El Yazá -arroyo testigo-
murmura todavía sus nombres,
los nombra con la lengua del agua, con esa dulzura que solo tiene lo que se pierde para siempre.
Eran hijos de esta tierra colorada, de padres que madrugan y de sueños con barro en las uñas.
Llevaban en las mochilas un mapa del mañana, una promesa escrita en tinta joven, y un fuego que no llegó a volverse profesión.
Hoy, el monte entero los busca: las cigarras se callan un instante, los lapachos no florecen, y los perros del pueblo miran hacia el sur, como si esperaran su regreso.
¿Quién le explica a una madre que el camino, a veces, muerde?
¿Quién le dice al compañero de banco que ya no habrá risas en el colectivo, ni mate compartido antes del examen?
Hay duelos que no se entienden: se respiran, se mastican, se lloran en voz baja.
Pero también hay nombres que no desaparecen. Gabriela, Katia, Magalí, Ángelo, Enzo, Jonás, Elian, Brian… se quedan suspendidos, entre la luz de los faros y el primer canto del gallo.
No partieron, del todo. Están en el eco del aula, en el banco vacío que se niega a ser olvido, en la lágrima que alguien disimula mirando al suelo.
El arroyo Yazá sigue su curso, como sigue la vida: torpe, obstinada, necesaria. Y uno se pregunta si no habrá en ese fluir una respuesta secreta, una forma de decirnos que todo lo que amamos regresa, de algún modo.
Que los que se fueron, vuelven con la lluvia, en la voz del viento que atraviesa el túnel verde, en el mate que alguien ofrece sin hablar, en la esperanza que insiste, aun rota, en seguir siendo esperanza.
Que así sea. Porque si algo sabemos en Misiones, es que la muerte no alcanza para callar la vida.





