En una era de múltiples pantallas, notificaciones constantes y pensamientos que compiten entre sí como si fueran titulares urgentes, hablar de atención parece casi un acto revolucionario. La atención -esa capacidad mental que nos permite elegir en qué concentrarnos y, por lo tanto, a qué darle valor- está en crisis.
Pero no se trata solo de un problema individual. Una atención dispersa debilita nuestras relaciones, empobrece nuestras conversaciones, aplana la creatividad, multiplica los errores y nos desconecta de nuestra experiencia más profunda y presente. ¿Cómo convivir, aprender o tomar decisiones con otros, si no podemos sostener la mirada -ni literal ni simbólicamente- durante más de unos segundos?
Imaginemos una clase universitaria. Un estudiante abre su cuaderno pero, antes de escribir, ve una notificación en su celular. La atención, que hasta ese momento era endógena, voluntaria, salta hacia afuera: una alerta, un mensaje, un pensamiento. El cuerpo está en el aula, pero la mente ya no. Ese salto no es anecdótico, es el modelo habitual con el que millones de jóvenes -y adultos- vivimos, estudiamos y trabajamos: un ir y venir entre estímulos externos y pensamientos internos, sin anclaje ni dirección.
La ciencia cognitiva distingue tres redes de atención: alerta, orientación y atención ejecutiva. Todas pueden entrenarse. Pero cuando no lo hacemos, la mente se vuelve reactiva, errante, intermitente. Y en ese estado, la calidad de lo que hacemos y de cómo lo hacemos, se reduce radicalmente.
Es posible entrenar la atención, como si fuera un músculo, con práctica constante, con intención, con amabilidad. Por ejemplo, sosteniendo la mirada en un objeto durante 30 segundos sin permitir que la mente divague. Si lo hace -porque lo hará- reconocer que así fue, volver y reintentar. Sin castigos, con paciencia.
Otra manera es con ejercicios de respiración consciente, o estrategias para identificar cuándo un estímulo externo -como un sonido o un perfume- interrumpe la lectura, y cómo volver a ella con decisión. Son pequeñas acciones que nos devuelven algo que la sobreestimulación digital nos ha quitado: la soberanía sobre nuestra atención.
Lo más importante no es solo concentrarse, sino poder elegir en qué concentrarse. Ese es el verdadero poder de la atención voluntaria: no reaccionar ante todo, sino responder a lo que importa. En lo cotidiano, esto puede traducirse en decidir apagar el celular durante una conversación importante. O notar cuándo estoy rumiando pensamientos improductivos y reconducir mi atención hacia el aquí y ahora.
Te propongo algo simple pero desafiante: elegí un objeto, taza, planta, bolígrafo, y sostené tu mirada en él durante 30 segundos. Solo eso. Si tu mente se va, traela de vuelta con paciencia. Al final, cerrá los ojos e intentá recordar todos sus detalles: forma, textura, color, temperatura.
Es un ejercicio mínimo, pero es también una declaración de intenciones: yo elijo dónde poner mi atención.
Porque al final del día, la calidad de nuestra vida depende de la calidad de aquello a lo que prestamos atención. Y si todo nos distrae, quizás es momento de hacernos una sola pregunta: ¿qué quiero que ocupe mi mente y mi vida?
Dra. Valeria Fiore
Abogada-Mediadora
IG: valeria_fiore_caceres








