Por: Mario Ruben Osten
Era un sábado más, de esos que pasan infinitos en la vida de los estudiantes universitarios. Posadas, en mayo suele ser muy caluroso, pese al otoño que solo sirve para las estadísticas del almanaque.
Eran las dos de la tarde del día 9, uno antes del 10. Aunque parezca una obviedad, ese número jamás lo olvidaríamos.
Mi amigo Martín y yo estábamos estudiando macroeconomía, en la pensión de doña Clotilde, por la calle Carlos Gardel, en uno de los típicos barrios antiguos de la ciudad.
Nos habíamos acostumbrado a “tragar” libros y apuntes tomados en clase en esa pequeña habitación, sin ventilador, en una mesita de mil y un batallas libradas por varias generaciones de Contadores, Bioquímicos, Ingenieros, Profesores y tantos aspirantes a profesionales. Treinta y pico de grados, un solo foquito, cocinita desvencijada, cama cucheta, pero las ilusiones, intactas, en lo más alto. Guiso, reviro, fideos hervidos, huevos duros, mate cocido con galletas y mate -el compañero fiel en las buenas y en las malas- eran nuestro sustento.
Siesta misionera. Intentábamos comprender los secretos de la economía, con un tereré de jugo de limón exprimido.
-¿Viste quién viene a jugar a la cancha de Guaraní hoy?– preguntó Martín.
-Si, el Diego– contesté.
-¿Y si vamos a verlo?
No aguanté la risa
-¿Estás loco? ¿Sabés lo que vale una entrada de esas? Encima volaron hace una semana. Lleno total.
-¿Y cuál es el problema? Vamos igual, por ahí entramos colados.
-¡Estás de la cabeza amigo! Imposible entrar con tantos policías y controles.
Diez minutos más tarde, cerramos a Fischer y Dornbusch y nos fuimos. Las variables macroeconómicas podían esperar. Diego no.
Llegamos abriéndonos paso entre un mar de gente en las afueras del estadio, solo para hacer el aguante y soñar con tal vez ver a Diego, al genio de la lámpara de Aladino que había brillado en México 86’, quizá sacarle una fotito, arrancarle algún autógrafo. Pero entrar al estadio, ni remotamente.
Logramos ubicarnos en la calle lateral donde estaba recostada la tribuna popular de la cancha. Mirando hacia arriba, se nos abrió el cielo.
A veces los dioses del Olimpo te quieren dar una mano, un regalo que ni en el más pretencioso de tus sueños podés obtener. Vimos que entre la tribuna lateral y la de detrás de uno de los arcos, estaba la boletería, con techo de losa de hormigón.
Estaba colmada de hinchas de la barra brava de Guaraní. Se habían subido y exhibían largas banderas rojas y blancas. Con gargantas a punto de explotar, entonaban: “Oléee, Oléee, Oléeee, Olé… Dieeegooo… Dieeegooo!!!”.
Fue cuando Martín le chifló a los muchachos: uno de ellos miró hacia abajo. “Subinos por favor con tu bandera, queremos ver a Diego!!!”.
A veces las locuras se cumplen, la magia brota de entre las piedras. Seguramente ese día estaba predestinado para nosotros, flacuchos estudiantes de Ciencias Económicas. En segundos estábamos subidos al techito de la boletería, saltando y cantando agarrados de los trapos de la hinchada, esa que tiene corazón de pueblo.
Por los altoparlantes anunciaron las formaciones de los equipos. En el primer tiempo el Diego jugaría para la selección del interior y en el segundo para la de Posadas, con el Gobernador incluido.
La gente en las tribunas explotó cuando el ídolo saltó a la cancha, como un potro salvaje, con la melena acariciándole los hombros. Ese día lo recaudado iba a ser donado al Hospital de Pediatría. Todo gracias al mejor de la historia, al que hizo justicia por mano propia contra los ingleses. ¡Vamos Diego todavía!
Felicidad absoluta, alegría por doquier. Nuestros ojos no podían creer que estábamos viendo en vivo y en directo, casi al alcance de nuestras manos, al genio de la pelota -esa que nunca se mancha- desplegar tanta magia sobre el césped posadeño.
Cada vez que la tocaba se escuchaba: “Uhhh”. Si tiraba un caño, una gambeta, la gente se fascinaba. Gritamos los goles de Diego para la selección del interior y terminó el primer tiempo. Llegado el segundo, el mago hizo un golazo de tiro libre. La gente saltaba y no paraba de cantar.
Gol de la selección del interior. Había que sacar del medio. El tiempo reglamentario casi había expirado. Fue el momento más glorioso del fútbol misionero. Toquecito de un compañero para Diego en el círculo central. La recibió con la derecha, la levantó de cucharita, hizo jueguito y mirando al arquero rival adelantado, le pegó a la redonda como si hubiera tenido un guante en la zurda maravillosa.
La pelota pasó por encima del arquero, pegó en el travesaño y entró besando la red. ¡Gol de media cancha! ¡Increíble. Fabuloso. Único! La gente lo gritó como al gol del barrilete cósmico, con el 10 en la espalda a Inglaterra, en México 86’, después de dejar en el camino a medio equipo rival.
Fuimos protagonistas de esas cosas que suceden muy de vez en cuando o nunca. ¿Mejor que en el mundial? Tal vez no. Pero para nosotros, dos soñadores, dos optimistas que no estaban dispuestos a rendirse jamás ante las vicisitudes de la vida, ese gol de media cancha fue lo más grandioso que nuestros ojos pudieran ver alguna vez.
La gente gritaba desaforada derrochando emoción. Vi caer lágrimas por sus mejillas… No era para menos.
El pitazo marcó el momento que nadie quería que llegase. La barra saltó a la cancha trepando el alambrado. Nosotros también. Llegamos hasta el centro donde todavía estaba él. Los policías lo rodearon, pero nosotros pudimos tocar al D10S del fútbol.
Ese que nace una vez cada 10, cien o mil años. Una certeza me ha quedado: la vida te sorprende cada día, y hay asombros gratos esperándonos a la vuelta de la esquina, como ese 9 de mayo de 1992, el día en que doce mil almas vimos hacer el mejor gol de la historia de Misiones, a un tal Diego Armando Maradona.





