El sacerdote Héctor Zimmer Balanda partió a su nuevo destino pastoral tras doce años de permanencia en la parroquia San Vladimiro. Y, si bien sucedió hace algunos meses, su ausencia fue sorpresiva, impidiendo que muchos de los feligreses alcanzaron a despedirlo como quisieran o como merecía. Recientemente se cumplieron 40 años de su primer encuentro con la comunidad ucraniana de Misiones, donde generó afectos que, seguramente, perdurarán en el tiempo. Algunos de los tantos que lo acompañaron en esta tarea, brindaron a Ko`ape su testimonio.
“Personalmente empecé a servir en el altar en su compañía. Como laico, ayudaba, por ejemplo, a encender las velas. Era lindo porque si cometíamos un error, no lo juzgaba como algo grave. En base a lo ocurrido, explicaba cómo se hacía”, manifestó Jorge Braun, quien a mediados de 2022 fue ordenado diácono en la iglesia donde ejerció el padre Héctor, quien es doctor en teología.
Indicó que “como siempre quería aprender, una vez finalizada la liturgia, evacuaba mis dudas y en ocasiones nos quedábamos hablando por una hora. Así fui aprendiendo muchísimas cosas, profundizando sobre la celebración. Luego surgió la propuesta de asistir a la Escuela de Diaconado. Mientras cursaba, seguía sirviendo en el altar y preguntando sobre las cosas del rito”. A mitad de la formación, fue ordenado subdiácono y el padre Héctor “permitió que empezara a hacer tareas de diácono, como leer las letanías. Era una práctica y cuando estaba listo para ser ordenado, ya había experimentado el 70% de la tarea. Fue de mucha ayuda y lo hacía de manera amena. Si cometías un error, te corregía de manera cordial, sencilla, de buena manera y hasta con humor”.
A muchos de la comunidad, “el anuncio del viaje les cayó como un baldazo de agua fría, algunos lo lloraron y estaban tristes. Es que el sacerdote llega a las familias en momentos difíciles, y actúa como un bálsamo en horas complicadas. Por ejemplo, mi madre lo admira, lo adora, por haber asistido al sepelio de mi padre, en Ruiz de Montoya. El hecho que haya ido a celebrar el responso, de acompañarnos, le quedó marcado. Las personas que tuvieron ese tipo de vivencias son las que, a mi parecer, más lo extrañan. Otras, sin embargo, lo asumen como el término de un ciclo”. Su llegada “fue una bocanada de aire fresco para la comunidad, era algo más descontracturado. Las enseñanzas eran serias, pero las explicaba con un poco de humor. Se aprendía mejor todavía. Quisiera desearle lo mejor y esperemos encontrarnos en alguna celebración, en algún lugar”, agregó.
Sostuvo que “fue un buen ejemplo el que dejó a la comunidad con el cuidado que le brindó a su mamá, Doña Elena, por el lapso de varios años, hasta el día de la muerte. En silla de ruedas la llevaba al templo, la cuidaba, le daba de comer. Tenía sus actividades, pero lograba acomodar su tiempo para poder estar con ella. Cuando tenía que visitar una comunidad o una capilla, la atendía antes, o si iba a tardar más de lo previsto se ocupaba que alguna persona la cuide. Siempre estuvo muy atento a su mamá y a Koky, que era la mascota de su mamá. Y eso es predicar con el ejemplo”.
“Su llegada generó un gran cambio porque la casa parroquial se limitaba a ser la vivienda del sacerdote. Los más cercanos, ingresábamos hasta la oficina y salíamos. Y, lo primero que hizo el padre Héctor cuando llegó, fue abrirla. Dijo: ‘La casa parroquial es de todos los parroquianos, solo mi habitación es privada’”, comentó el diácono Jorge Braun.
Recordó que con los jóvenes tenía un trato especial y que “siempre llevaba consigo un set de entretenimiento (pelucas, máscaras, nariz de payaso) para animar, por ejemplo, las fiestas del Día del Niño que se armaban en la parroquia, para alegrar a chicos y grandes. Eso sí, siempre acompañado de chistes o de malabares”.
Aprender a dejar huellas
Uno de los feligreses dejó en claro que, a lo largo de su vida sacerdotal, manifestaba su deseo de ‘dejar huellas’ y alentaba a los fieles a realizarlo en comunidad, algo que sostuvo en diversas ocasiones a través de sus escritos y discursos. “Para él, es fundamental preservar la memoria histórica y cultural de la comunidad greco-católica ucraniana en Misiones, destacando la importancia de recordar los logros del pasado para construir un mejor futuro”, expresó.
En sus palabras, siempre transmitió que “mirar al pasado con gratitud, vivir el presente con pasión y abrazar el futuro con esperanza” es una guía para la vida de sus feligreses. Esta visión resalta el equilibrio entre aprender de los acontecimientos pasados y el esfuerzo constante por mejorar el presente y preparar el terreno para las futuras generaciones. Por ello siempre lo percibí, no solo liderando y guiando espiritualmente a las comunidades donde desempeñó su ministerio, sino que también un guardián de la historia y la identidad de las comunidades donde predicó y empoderó, inspirando a otros a contribuir al crecimiento y al enriquecimiento cultural de la comunidad parroquial”.
Uno de sus pensamientos, que en “nuestras” charlas ponderaba siempre, “es la idea de ‘preservar lo heredado y lo adquirido’, mostrando una actitud de agradecimiento hacia el legado cultural y religioso que recibieron nuestras comunidades grecocatólicas ucranianas de quienes hace 127 años emigraron a esta nuestra Misiones para lograr un futuro mejor, pero también enfatizando la responsabilidad de continuar cultivándolo y enriqueciéndolo con nuevas acciones y obras. Así promovió, en su accionar catequístico y pastoral en las comunidades que sirvió, sus esfuerzos por rescatar historias y tradiciones locales, señalando la necesidad de ‘repensar la historia, revisar datos, hechos y lugares’, acciones estas que reflejan su compromiso con la autenticidad y el rigor histórico en sus investigaciones y publicaciones”.
Este enfoque inspiró a las feligresías donde predicó y pastoreó, “haciéndonos partícipes e invitándonos a apropiarnos de su profundo deseo de construir una comunidad fuerte y unida, anclada en sus raíces, pero siempre mirando hacia adelante con fe y determinación”.
Afirmó, sin lugar a dudas, “que su paso en las distintas comunidades parroquiales donde se desempeñó dejo huellas, pero más importante aún, estimuló a sus parroquianos a que también dejen huellas en los corazones de las nuevas generaciones con buenas obras que son fruto del amor que nos inspira nuestra fe en Dios padre”.
De la urbe, a conducir por caminos de tierra
El licenciado Carlos Antonio Titus Peczak también acompañó al sacerdote en este proceso y refirió que “parece que fue ayer cuando conocimos a Héctor en la ‘Katedra’”, tal como denominaban a la Catedral Greco Católica Ucraniana, ubicada en calle Ramón Falcón 3960, del barrio de Floresta (CABA).
Comenzaba la década del 80 y el joven seminarista estaba finalizando teología en la Facultad de Villa Devoto. “Se hizo muy amigo de los jóvenes seminaristas de la Catedral Ucrania, entre ellos, mi hermano Juan Mario (18) que, lamentablemente, nos dejó en agosto de 1984. Fueron días muy dolorosos en los que Héctor compartió momentos de oración, acompañamiento y de mates”, comentó. Añadió que “me viene a la memoria cuando concurríamos a nuestros estudios terciarios durante la semana y monseñor Andrés Sapelak, que era nuestro primer obispo eparca, nos encomendó la tarea de dirigirnos a distintas parroquias y comunidades del Gran Buenos Aires para impartir idioma ucranio y catequesis. A Héctor le tocaba viajar todos los sábados por la tarde hacia Haedo y, a mí, a Sarandí, para acompañar al sacerdote Miguel Hrymacz (recientemente fallecido)”.
Con mucha emoción y solemnidad compartieron la ordenación sacerdotal de Héctor Zimmer Balanda, el 13 de octubre de 1984, en la Catedral Bizantino Ucrania, en una ceremonia presidida por Sapelak. Todos pensaban que el joven sacerdote se quedaría en la “Katedra”, donde se encargaba de un trabajo puntual como lo era la impresión del periódico “Holos, La voz de la Iglesia Ucraniana” y el asesoramiento al grupo juvenil que funcionaba en la Catedral, cuyos integrantes provenían del Gran Buenos Aires, Sarandí, Haedo y Llavallol.
Para sorpresa de todos, Sapelak lo envió para que atendiera a las comunidades de Jardín América, San Vicente y Comandante Andresito, a partir de noviembre de 1984. Al principio lo hizo en forma itinerante, pero, a comienzos de 1985, se instaló definitivamente. “Nos estábamos preparando para el Milenio del Bautismo de Ucrania y ya estaban encaminados los preparativos para la visita del Papa Juan Pablo II a la Catedral Ucraniana, en abril de 1987. Parece que fue ayer cuando se hizo cargo de la parroquia de Nuestra Señora de la Candelaria (Striteña) de Jardín América que era atendida hasta entonces por monseñor Emilio Rendiche, desde Posadas. Ahí nomás se lo vio recorrer los barrios y las colonias, donde vivían las familias descendientes de ucranianos”, en su camioneta Peugeot de color blanco, a la que había apodado “Marta, la servicial” o en el viejo Land Rover todo terreno, que le habían cedido en calidad de préstamo desde Encarnación, Paraguay y al que había bautizado “Lázaro” porque había resucitado tras varios años de inactividad.
“Se hace difícil imaginar a un bonaerense de Ramos Mejía conduciendo entre los montes y patinando sobre caminos de tierra colorada. Así era el dinamismo y la fuerza de la fe de este joven sacerdote que nos dejó un ramillete de recuerdos alegres y conmovedores a la vez”, dijo Titus Peczak.
En la vorágine, “pudimos ser testigos de la visita del Papa Juan Pablo II a la Catedral Ucraniana de Buenos Aires. Muchísimos fieles ucranios se acreditaron para este acontecimiento histórico y el padre Héctor organizó el viaje en tres colectivos que salieron desde las distintas comunidades de Misiones. Fue algo inolvidable en el preludio de la Independencia de Ucrania”.
También recordó su actividad pastoral en la Escuela 466 “Cornelio Saavedra” de Colonia Las 500, en Jardín América, que contó con el apoyo incondicional de su director, Juan Alfredo Kozache, también descendiente de los ucranianos llegado desde el municipio de Almafuerte. En ese establecimiento los colonos se reunían en las noches de verano, luego de largas jornadas laborales, para compartir la palabra de Dios, pero también para pasar momentos de entretenimientos, quizás únicos en mucho tiempo. “También vienen a la memoria las actividades pastorales y religiosas con el activo acompañamiento de la hermana Daniela (OSBM) en la incipiente localidad de San Vicente y sus colonias, en medio del barro y las patinadas, cuando todavía nadie imaginaba caminos empedrados y de asfalto” en la Capital Nacional de la Madera.
Entre tantas anécdotas, la docente Carolina Kovalchuk, contó que, en su paso por la comunidad ucraniana de San Vicente, el padre Héctor organizó viajes a la venida del Papa a la Catedral Ucraniana de Buenos Aires, en 1987, y a Prudentópolis, Brasil, hacia donde fue un gran contingente. “Al padre le encantaba compartir las fiestas familiares. En el cumpleaños de mi hermano se puso un globo en el pie y bailaba con todos los jóvenes. Era muy divertido, y siempre organizaba fiestas en beneficio de la parroquia de nuestro pueblo”, sintetizó en referencia a este carismático sacerdote.