Por Luis Galeano
El sol me despierta entre las ramas de los ligustros. Siento placer al sentir el calorcito en mi ropa mojada. Esto ya no estaba siendo gracioso. El cielo está despejándose. No quiero ni decirlo, pero parecería que no va a llover hoy. Me levanto sin poder creer y casi sin pensar comienzo a cortar ramas con las manos. Es lo que debí hacer desde el comienzo. Bueno, al menos desde ayer. Comienzo a clavar las varas en la tierra húmeda como señal de que ya pasé por los sitios por los que camino. Este laberinto tampoco es tan grande, y está muy lejos de matarme por la borrachera del viernes. Con una energía que desconocía que aún tenía recorro los pasillos, y mis manos se mueven solas cosechando ramas y sacándoles las hojas para clavarlas en el piso.
Pronto me vuelvo a cruzar con pasillos marcados, y cada vez más el salir del laberinto se me va haciendo posible. Paso toda la mañana caminando y marcando, pero ya no tengo a donde ir. Todo está marcado. Y no hay salida. Evidentemente el ingreso está cerrado. Pienso. Pienso. Esto no es un drama, es solo una anécdota. El hambre me da fuerzas para imaginar claramente lo que debo decidir. Elijo una dirección y comienzo a trepar una pared para atravesarla. Tardo casi media hora en cruzarla, pero la cruzo. Detrás hay otra pared, no pienso y comienzo de vuelta, otra media hora, sigo sin pensar, paso la tercera pared, la atravieso en menos tiempo, y va la cuarta, y la quinta. Mientras trepó y caigo del otro lado me río internamente de lo que hago.
Voy amigándome con la configuración del ligustro haciéndose una pared. Hasta me parece desafiante. Lo siento. Ya solo me toma 15 minutos pasar otra pared. Debo aprovechar este estado de ánimo para continuar. Calculo que si estuviese en el medio del laberinto, no podrían ser más de 20 paredes, llevo 7. Al finalizar la tarde debería estar saliendo. Ahora mis movimientos son prácticamente mecánicos. Eso me ayuda porque libero mi cabeza para pensar en otras cosas y equilibro con eso esta situación.
Mañana tengo que estar en Posadas. Cómo se van a reír de mí mis compañeros de trabajo cuando me vean todo raspado, y con las manos ajadas por esta tarea de seguir. Lo primero que voy a hacer cuando llegue a mi casa es acomodar el tercer piso. Solo le falta sacar las porquerías que acumulé ahí y darle una mano de barniz a la mesa que haría las veces de escritorio. Voy a acomodar la computadora ahí arriba y voy a empezar a escribir. Siempre encuentro excusas para no hacerlo, pero ¿qué mejor envión literario que esta aventura de perderme en un laberinto sin comida y en medio de la lluvia?
El sol comienza a ser pesado, pero lo disfruto luego de tanto tiempo sin verlo. Otra cosa que voy a hacer ni bien llegue es pedirle disculpas a Isabel, nunca debimos discutir por cosas que no tienen sentido. Yo también dije cosas que no debí, defendiendo mi posición en esa pelea, pero no es lo que creo. Ella tiene razón en muchos aspectos, y yo solo pienso en mí cuando ella me reclama algo. Al fin y al cabo yo ingresé a un laberinto mucho antes que el viernes a la noche. Hace mucho que estoy dando vueltas en círculo y de ese enredo no se sale trepando por la ligustrina.
Cruzar paredes vegetales podría ser un deporte olímpico, tiene sus técnicas que las voy descubriendo a medida que las atravieso. Falta poco. Ya estoy cerca. Escucho un auto que se detiene y siento voces. Lo más difícil no era este laberinto, sino el otro en el que estaba atascado hasta el viernes. Creo que me faltan una o dos paredes y ya salgo. Lo que es que salga el sol. Lo que significa estar motivado a salir realmente. Isabel habrá estado llamando todo el día de ayer, y debe estar preocupada. Igual su preocupación pudo haberse transformado en elucubraciones sobre mi viaje a Montecarlo. Ya falta poco, una o dos paredes y ya estoy fuera. Subo a una y veo gente ya, hay un auto azul, del mismo azul que nuestro auto, el que tanto le gusta a Isabel. Solo me falta una pared más. Estoy cansado, no comí en dos días.
Paso el último muro y estoy afuera. Salgo del mar de ligustros y para mi sorpresa hay un hombre a unos metros con su familia que parece ser el encargado, y a su lado está Isabel. Vino a buscarme. Después de la discusión del viernes pensé que quizás ya no estaría siquiera en casa cuando yo regresara el lunes. Pero no, está ahí. Corro hacia ellos, que hablan entre sí, ahora sí siento todo el cansancio junto, todo el hambre, todo el esfuerzo físico, siento que me desvanezco, lo último que veo es el rostro de alegría de Isabel y caigo desmayado, sucio, lastimado por las ramas, pero increíblemente feliz. Pierdo el conocimiento pero es lo que menos importa. Estoy libre. El laberinto quedó atrás.
Me quedé dormido. En algún momento apagué el televisor, el resto de las luces siguen encendidas. Está amaneciendo. Siento que no me duché desde el viernes, tengo la barba crecida, tampoco me cambié de ropa. Necesito ponerme bien. Pero no voy a ir a trabajar. Necesito mejorar de ánimo. Siento la casa como si fuera una cueva, oscura más allá de las luces encendidas. A pesar de la luz que viene de afuera sigo viendo solamente sombras en lo que veo dentro de este lugar. Isabel no volvió. Ya no creo que vuelva. Quizás mande a alguien a buscar sus cosas. A una amiga o a su hermano. Me hago más café y comienzo a tomarlo.
Parece que aún estoy dormido, pienso mientras me veo en la mitad de la cocina. O hasta que me desperté dentro de mi propio sueño. Recorro la casa como un zombie sin saber bien a dónde ir. Llego al tercer piso y vuelvo a pensar que fue diseñado para que yo escriba. Vuelvo a la mesa donde está la computadora y abro la pantalla, Ramiro debe estar por morir dentro del laberinto. Lo dejé ahí anoche quejándose de su guionista como un imbécil. Leo las últimas líneas y me sonrojo. Un calor me sube a la cabeza cuando descubro que no está donde lo dejé. Busco por cada rincón del laberinto. Veo palitos clavados en el piso.
¿Acaso alguien entró a mi casa de noche solo para escribir y meterse en mi historia? Todo permanece en su lugar, el ladrón no se llevó nada, pero escribió cosas que no reconozco. Leo que hay paredes del laberinto atravesadas, Ramiro comenzó a salir por sus propios medios. Eso no se me habría ocurrido. ¿Será que soy como me pensó? ¿un guionista mediocre que tortura a sus personajes?
Sigo sus huellas y veo que salió. Ya no hay nadie adentro. Afuera tampoco hay nadie ya. Debo ser el único escritor al que se le pierde su personaje dentro de su propio archivo de Word. Enloquezco y lanzo mi taza de café contra la pared. Comienzo a dar vueltas por la casa como una bestia enfurecida. Esta casa sigue siendo mi laberinto y soy incapaz de salir de él. Hasta mi personaje, mi primer y único personaje, el que fue a un encuentro de examigos de la época de la facultad, al que yo no hubiera ido ni loco, mi primera invención salió del laberinto que yo mismo había puesto para él. Y yo sigo acá, incapaz siquiera de afeitarme, de levantarme como se debe de Isabel.
Pienso todo esto mientras me baño con agua bien caliente. El horror de la sedición de mi personaje va disminuyendo. Me miro al espejo y no me reconozco. ¿Cuánto tiempo paso? No tengo la barba crecida de unos días, tengo una barba bastante formada. Me afeito y siento que mi verdadero ser va apareciendo. Me visto con ropa para salir aunque no pienso atravesar la puerta. Me peino. Me perfumo. Me pongo unos zapatos que hace años no uso. Me miro frente al espejo y parezco otro, aunque mi semblante sigue transmitiendo una tristeza infinita.
Me vuelvo a sentar frente a la computadora pero el resplandor de la pantalla me encandila. Me levanto algo enceguecido, me siento en el sofá, pienso en Isabel, y me duermo.
No sé cómo contarle a Isabel la ocurrencia de haberme metido en el laberinto vegetal. Ya llamé a la oficina a decir que no voy a trabajar hoy. Volvemos en una paz inmensa de Eldorado a Posadas. Me cuenta que se preocupó mucho porque no respondía sus llamados y el celular le daba apagado. Terminó consiguiendo el número de el Gringo Rinflaisch que le contó lo que había pasado y así llegó a buscarme justo cuando salí. Me habla y la veo en cámara lenta. Atrás se ve el sol, hace tanto que no pasa todo un día de sol. Le sonrío. Le digo que me perdone por la discusión del viernes. Aunque me explayo y me disculpo por mis modales del último tiempo. Ella conduce de una forma muy sensual, le digo que la amo. Ella me dice lo mismo. Me insiste en que comience a escribir como tantas veces dije que iba a hacer y no lo hice. Me cuenta que colocó mis cosas en el tercer piso, que recuerde que ese lugar era para que yo trabaje ahí, que después de esta experiencia del laberinto puedo arrancar a escribir lo que me pasó para ir ablandando los dedos.
Estoy feliz cuando llego a casa, esta casa que nos costó tanto ir construyéndola y que quizás nos esté quedando grande para nosotros dos solos. De eso ya hablaremos.
Isabel se queda afuera arreglando unas plantas que se cayeron por la lluvia, y yo, ni bien entro a la casa veo una taza rota en el piso y café manchando la pared. Intuyo que Isabel la habrá arrojado cuando no pude atenderle el celular y se le habría ocurrido cualquier cosa. Antes que se sonroje por mi descubrimiento al entrar me apuro y limpio todo. Cuando llega solo me sonríe y me abraza dándome un beso.
Subo al tercer piso y abro la pantalla de mi computadora. Comienzo a escribir. Se me ocurre que lo del laberinto podría comenzar con la descripción de la lluvia constante de los últimos 3 meses, y un hombre vestido como para salir que se queda dormido en el sofá de su casa. No sé cómo unir esas dos ideas con mi historia de Montecarlo.
Quizás el hombre nunca salga de la casa, que en verdad es su laberinto. Me siento animado a torturar un poco al personaje en una tristeza profunda, tal como quien escribió mis horas en el laberinto lo hizo.
Aquel año, la lluvia cubrió la provincia por más de tres meses. Durante abril, mayo y junio todos los días llovía de forma intensa. No eran tormentas ni lloviznas, eran lluvias constantes.






