“Es lo que siempre quise y logré. Siento que Dios me ayuda”. Con esta frase María Magdalena Glinka (79) describió el proceso que tuvo que transitar para cumplir un sueño que tuvo desde siempre, desde cuando empezó a trabajar en esa chacra de 25 hectáreas de Colonia Apóstoles, codo a codo, con su esposo Roberto Senovieski, ya fallecido.
El pilar de la casa estuvo enfermo por alrededor de veinte años y en ese lapso, había muchos gastos en medicamentos, la venta de la hoja verde de yerba mate no alcanzaba, y la economía no ayudaba.
“Luchamos un montón, pero llegó un momento que ya no sabíamos qué hacer, porque ya no había recursos. Llegó un momento en que Walter (su hijo más chico) me dijo: ‘Mami, vamos a vender la chacra y nos mudamos al pueblo’. Yo le respondí, ‘y ¿qué es lo que vamos a hacer en el pueblo?’. Y él agregó: ‘¿Y, hasta cuándo vamos a seguir así?’. Le contesté: ‘Hasta cuando Dios diga’”, comentó la mujer, que reboza de alegría.
“Estoy contenta con este emprendimiento, para mí no hay más nada. Quería uno porque vendiendo solo la yerba, no había rendimiento, no te pagan bien. Cuando hay mucha producción, te pagan menos. No es rentable, salvo que tuviera mucha cantidad. Quería industrializar. Cuando mi esposo estaba enfermo y no nos alcanzaba, se me vino en mente esto, me puse más firme todavía y gracias a Dios se dio. Ahora no quiero nada más”, agregó.
Cuando Roberto todavía “andaba bien”, quemaban ladrillos, cosechaban yerba mate y ella le decía a su esposo: “Qué lindo sería si pudiéramos tener un secaderito, un barbacuá, para hacer la secanza. ‘Y bueno, vamos a hacerlo’, contestaba él como para alegrarme. Era como un decir nomás. Después, cuando mi esposo se puso mal de salud, y estábamos económicamente mal, me puse firme y decía: ‘Diosito me va a ayudar’”, agregó.
María es muy devota de la Virgen y de Jesús, entonces les empezó a pedir. “Me despertaba a la madrugada y le hablaba a Jesús y a la Virgen, les pedía, les pedía, les pedía, que nos permitieran tener esto, que, si era para nosotros, que se manifieste”, hasta que las cosas se comenzaron a acomodar.
“No sé si alguien pasó por Apóstoles sin ayudarnos a levantar esta construcción. Vinieron de todos lados, incluso de la vecina localidad de Colonia Liebig. Fue todo un regalo de Dios”, confió, al graficar la solidaridad de los vecinos que permitió que en seis meses pudieran armar su secadero y cumplir el sueño de María, que se despertaba a la madrugada y le hablaba a Jesús y a la Virgen, “les pedía que nos permitieran tener esto, que, si era para nosotros, que se manifieste”.
Un día llegó a su propiedad el ingeniero Luis Bárbaro, de Cerro Azul, “por su cuenta, sin que nosotros supiéramos, como si alguien lo mandara. Hablando con Walter, dijo, ‘pero ustedes tienen yerba, tienen molino –estaba en desuso-, qué les parece un barbacuá chiquito para consumo propio’. Le conté que era mi idea pero que se hacía imposible. ‘Ustedes consigan el cilindro y a lo mejor en dos tres años, se completa’. Cuando se fue, vi que mi hijo no estaba animado. Le dije, ‘pero si salís a preguntar, quizás consigas. Vamos a hacer lo que él dijo’. Me contestó: ‘Si queres ir a buscar, andá a buscarlo’. Mientras tanto, yo seguí pidiendo, no paraba”.
Un domingo se disponían a tomar mate cuando Walter reflota el tema. “‘Voy a salir a buscar el cilindro. El vecino dijo que me iba a acompañar. Vamos a intentar’, me dijo. Ese día recorrieron, recorrieron y el tambor más barato valía 100 mil pesos, de eso pasaron seis años. Había otro en dólares. Entonces dije, ‘dejá nomas, ya va a aparecer el indicado’”. Mientras tanto, María se dedicaba a la cría de pollos parrilleros, y un hombre de Cerro Azul le traía maíz a menor costo. “Sugerí a mi hijo que le preguntara porque como ellos andan por todos lados, quizás vieron un tambor por ahí. Cuando vino, contó que a un kilómetro de donde estaba, hacía un mes, un colono hizo uno secadero moderno, así que debía tener el que había descartado. Cuando escuché eso, dije, ‘bueno, andá a verlo’. En casa nadie sabía, ni se imaginaban, lo que planificábamos era un secreto entre Walter y yo. Era jueves, entonces le pedimos a mi hija Mabel que el domingo se quedara con el papá, con el pretexto que Walter me iba a sacar un poco para despabilarme, a respirar aire fresco”, explicó.
Cuando llegaron, vieron que tenía todo, las cadenas, la parte de herrería, tal como ahora se lo ve instalado en la chacra de los Senovieski. “Miramos y pensé que, si el anterior nos pidió 100 mil, éste nos pediría un millón. Preguntamos cuánto pedía, a lo que el hombre mencionó que no nos iba a regalar, ‘les voy a vender. Denme quince mil pesos porque acá me va a molestar y si quieren hacer uno, les voy a ayudar’. Me quedé sin palabras, al igual que mi hijo, porque no podía creer. ‘Vengan a buscar cuando quieran’”. Al otro día se levantaron a las 5.30 para tomar el mate, y acordaron volver a llamar al vendedor, que ratificó la oferta. Pasaron dos semanas y Walter fue a buscar el tambor. Cuando llegó con la carga, los demás hijos (Patricia, Ricardo, Mabel) quedaron sorprendidos.
Ahora María recibe a turistas de todos lados y explica el proceso al que debe ser sometida la yerba mate hasta llegar a las góndolas. Ya vinieron de toda Argentina, de Italia, de Francia, de Alemania, de Brasil, de Paraguay y de Japón, de donde, días atrás, “nos mandaron una foto de un grupo de japoneses sentados en círculo, tomando mate”, como si fuera en cualquier vivienda misionera.
Manos a la obra
“No sé si alguien pasó por Apóstoles sin ayudarnos. Vinieron de todos lados. Incluso de Colonia Liebig. Fue todo regalo de Dios”, confió, al graficar la solidaridad de los vecinos que permitió que en seis meses pudieran armar su secadero y cumplir su sueño. Cuando terminaron, faltaba la canchadora, que era como un motorcito, que venía aparte. “Llamó al mismo que vendió el cilindro y le dijo, ‘veni a buscar que tengo dos’. Lo limpiamos y estaba enterito”. Después, cuando estaba todo montado, no tenían idea de cómo empezar. Dijo a sus hijos “vayan y corten unos gajos de yerba mate y traigan. Tarefearon y trajeron. Le pedí que hagan fuego y desde que empezamos hasta hoy, siempre fui yo la que horquilló la yerba. Salió media cruda, no sé secó bien. Entonces le dije a Walter, llamale a Luis Bárbaro, para que nos enseñe bien el proceso. Cuando llegó, le pasé un cuaderno y un lápiz y le dije, que me anoté cuál era la temperatura ideal, cuánto tiempo debía permanecer”, y así lo hizo.
A tal punto llegó su compromiso con su propia causa que “me caí, me rompí el brazo y no había quien maneje la horquilla. Le dije que vayan a tarefear, y yo, con el yeso en una mano, seguí haciendo mi tarea. Nunca dejé de hacerla”, acotó María, al tiempo que contó que su esposo alcanzó “a ver nuestro emprendimiento, le traía con la silla de ruedas y el observaba mientras hacíamos el trabajo. A veces se ponía contento y otras, se ponía a llorar porque siempre trabajó y en esta ocasión no podía ayudarnos”.
Ahora María recibe a turistas de todo el mundo. De todas las provincias argentinas, de Italia, de Francia, de Alemania, de Brasil, de Paraguay y de Japón, de donde “nos mandaron una foto de un grupo de japoneses sentados en círculo, tomando mate”. A todos ellos, María se encarga de explicar el proceso. “Hay días en los que llegan hasta tres grupos. Durante la pandemia, era impresionante. Muchos piden que les enviemos paquetes de yerba, como es el caso de una familia de Tierra al Fuego que nos había visitado, pero como tiene que desviarse por Chile, se complica. De Chubut, vinieron dos o tres veces”.
De golpe, sin pensarlo, esta mujer se convirtió en una especie de guía turística. Dice que a eso la impulsaron desde la Casa del Mate, de Apóstoles, cuando la profesional en Turismo Avelina Esther Vizcaychipi, estaba al frente.
“A veces vienen sin avisar, otras veces nos mandan desde la Municipalidad de Apóstoles, que nos regaló el cartel de bienvenida. Varias veces servimos mate cocido para que, de paso, conozcan la infusión. Hay muchos que no conocen la planta de yerba mate. Cuando vienen grupos grandes, se muestra el proceso. Y varias veces vinieron cuando estábamos trabajando. No cobramos entradas, pero la mayoría nos compra yerba mate. No salimos a vender un solo paquetito, todo lo que se elabora se llevan los turistas”, expresó esta emprendedora que nació en la localidad de San José y cursó la primaria en la Escuela 70.
“Esto es otra cosa. Tengo una felicidad, una alegría que nadie se imagina. Los turistas preguntan qué es lo que más necesito, y le contesto que nada. Esto me da empuje, no me canso, no me siento vieja. A veces cosechan 1.500 o 2.000 kilos de yerba y yo los ayudo sin problemas. Me ocupo del empaquetado, cocino, y cuido a una vecina que se quedó sin familia. Nos alternamos en las tareas con mi hijo, y soy feliz de esta manera”.
A Roberto lo conoció cuando era bailarina del ballet ucraniano Verjovena, de Apóstoles, adonde tocaba el papá y el tío del “Chango” Spaciuk. El joven había ido a ver un espectáculo y “ahí nos conocimos. Nos casamos porque hacía seis meses que había fallecido su mamá, y él había quedado solo y vivía con la abuela. Vivimos juntos durante 55 años” y siempre se dedicaron a la chacra.
Hubo tres años en los que no se cosechó yerba, no se hacía ladrillos, y toda la colonia estaba mal. Con la feria franca iba a Apóstoles, después a Villa Cabello, en Posadas. Fue por un buen tiempo. Llevaba verduras de la extensa huerta que tiene al ingreso de la propiedad, pan y panes dulces. Amasaba una bolsa de harina completa. Los viernes se levantaba a las 4 y amasaba 25 kilogramos para hacer pan dulce y otros 25 para elaborar el pan, y se vendía todo. “De eso vivíamos”, aseguró. Cuando Roberto se enfermó, dejó la verdura y se dedicó a la cría de pollos, pero “fue por un tiempito nomas porque empezó a subir exageradamente el precio del alimento balanceado. Con la huerta no puedo seguir porque viene alguien y tengo que dejar todo para salir a atender, también, continuamente se envasa yerba”, señaló quien siempre estuvo en la chacra junto a sus padres, Esteban Glinka y Sofía Liteven. “Siempre tuve ese empuje, pero allá trabajábamos distinto porque papá dirigía. Quise ingresar a un convento de religiosas y papá no me dejó porque decía: ‘a mí quién me va a ayudar en la chacra’, porque era la que estaba siempre a mano. Después quise estudiar para maestra, pero tampoco me dejó. Después me casé y viene acá, y acá seguimos con la chacra, con los ladrillos, siempre al mismo ritmo”, confió.
Por estos días, Roberto los acompaña de cerca. Sus restos descansan en la misma chacra, en un espacio similar a un edén. “Cuando hicimos la misa y el sacerdote José vino a bendecir su tumba, nos felicitó por lo que hicimos. No lo tengo por muerto, lo siento como una compañía. Hago un mate, me siento en el banco y converso con él bajo la sombra de los eucaliptos. Le pregunto cómo está, le cuento de mis proyectos, le pido que rece por nosotros. Para mí no está muerto”, indicó señalando el espacio cubierto de césped y flores, y rodeado de árboles.