Cuando hablamos de violencia de género contra las mujeres necesitamos volver a releer los conceptos que surgen de la Ley 26.485 de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales, apropiándonos de sus objetivos, especialmente el que nos procura una vida libre de violencias y discriminación.
En el camino comprendimos e impusimos en el texto de la ley los tipos de violencia que veíamos en nuestros contextos, violencia física, psicológica, sexual, económica y patrimonial, simbólica. Describimos las modalidades de estas violencias: domésticas, institucional, laboral, contra la libertad reproductiva, obstétrica, violencia mediática.
También exigimos medidas concretas para efectivizar estos derechos y eliminar estas violencias, avanzamos en la conquista de nuevos derechos como el de la identidad de géneros, los cupos laborales y los cupos políticos, la educación sexual integral en las escuelas, la Ley Micaela, el Convenio 190 de la Organización Internacional del Trabajo -OIT- que pone la mirada sobre las violencias dentro del ámbito laboral y sus consecuencias en los cuerpos y organizaciones.
A pesar de todo ello aún estamos inseguras en los espacios en los que nos desarrollamos obligándonos a volver sobre nuestras propias reflexiones y preguntarnos que más necesitamos hacer, cuántos de los cambios que exigimos deben empezar por nosotras, cuánto hay aún que trabajar en la deconstrucción de los estereotipos patriarcales y redefinir los roles masculinos, femeninos etc, cuántas tareas más debemos emprender para lograr este mundo igualitario.
Claramente no estamos trasladándonos las culpas, sino asumiendo que los cambios debemos generarlos, exigirlos, pensarlos y sostenerlos nosotras, nosotres, sobre todo en este tiempo en que están en riesgo muchos de los derechos que con tanto esfuerzo, sangre y lágrimas hemos conseguido para las mujeres y diversidades.
Asumimos también que la gestión de los conflictos que surgen de estas desigualdades, es una tarea que demanda reflexión y debate. Mucho tiempo pensamos que una vez que la autonomía e independencia económica y patrimonial serían suficientes o por lo menos la clave para desnaturalizar dinámicas familiares, vinculares, laborales, sin embargo, aun así, seguimos sufriendo las consecuencias de estas violencias estructurales.
Pareciera que en esta sociedad el proceso de trasformación y empoderamiento no ha sido igual para todos, y en la medida que las mujeres cobramos autonomía, vamos pagando los costos que se reflejan en nuestra salud, en la integridad física, psicológica, sexual, económica o patrimonial, yo diría especialmente reflejada en nuestro bienestar emocional, en nuestra salud mental, esto último que hoy deja de ser un tabú y comienza a ponerse en el discurso público, a discutirse sus causas y efectos, obligándonos a pensar cómo llegamos a este momento.
En este proceso de reflexión, no podemos desvincularlo de las violencias estructurales que nos afectan y cuando hablamos de estructuras de violencia, una vez más aparece el patriarcado. Podrán decir que también sufren los varones y eso es innegable, en un contexto socioeconómico de mandatos imposibles para ellos, pero seguimos siendo las mujeres y diversidades las que más lo padecemos y las que seguimos interpelando y reclamando y enfrentando los estigmas como el de malas madres, problemáticas, locas, inconformables, ambiciosas, materialistas, etc, etc.
A esto nos enfrentamos en este camino sinuoso de independencia, que es largo y muchas veces lo andamos con angustias, con desazón y desesperanza, tal vez porque cuando vamos andando esquivamos empujones, dejamos muchos de los vínculos más importantes de nuestras vidas atrás, hasta sentimos culpa de avanzar demasiado. Ser autónomas e independientes hoy sigue siendo una decisión con demasiados costos emocionales para las mujeres. Desde la mirada de los sujetos patriarcales somos las solitarias e incomprendidas.
Ahora, no podemos limitar esta reflexión a una descripción subjetiva de las situaciones que vivimos las mujeres en nuestros procesos de autonomía, como si solo nos involucrara a nosotras, pues lo cierto es que la resistencia a este proceso implica conductas reales y concretas de aquellos que se empeñan en sostener las desigualdades estructurales y mantenernos en el histórico rol de las mujeres, en la casa en el cuidado, en lo privado. Vale aclarar que en un mundo en que mayoritariamente somos las mujeres los sostenes económicos de nuestros hogares, aún enfrentamos en nuestros vínculos íntimos este mandato patriarcal. Aclaro esto para aquellos que niegan las desigualdades con afirmaciones tales como, hay mujeres empresarias, profesionales, políticas etc, y con ellas declaran la muerte del patriarcado. Pues no, estamos un poco lejos de ese momento, es más, vivimos en constante riesgo de volver atrás, basta analizar los discursos políticos hoy más votados.
Estas conductas se evidencian, no solo en el aumento de los hechos privados de violencia, que día a día se denuncian y las que no, sino también en los discursos políticos instalados en el espacio público contra los feminismos, con desvalorización y desacreditación constante, con la violencia simbólica contra las mujeres y su difusión incesante en los medios de comunicación masivos, que con la salvedad de publicar los números de emergencia de violencia de género, siguen en forma directa o indirecta promoviendo y legitimando patrones estereotipados de desigualdad y discriminación en las relaciones sociales, naturalizando y construyendo patrones socioculturales reproductores de la desigualdad o generadores de violencia contra las mujeres (art. 5 y 6 Ley 26.485).
Las resistencias patriarcales a nuestros avances también se expresan en nuevas modalidades de violencia, que no son tan nuevas pero que hoy podemos nombrarlas y visibilizarlas, entre ellas la violencia política y la violencia vicaria. Sobre este último me parece interesante analizar su significado y vinculación con los nuevos estatus de derechos que hemos alcanzado las mujeres, pues implica justamente, que el escaparnos del yugo opresivo histórico que hemos tenido dentro de nuestros vínculos, no necesariamente implica alcanzar el ideal de una vida libre de violencias y discriminación.
Es oportuno empezar a discutir y visibilizar el concepto de violencia Vicaria, sus formas y efectos en el bienestar de las mujeres, porque este tipo de violencia aparece cuando hemos podido salir de vínculos familiares y de pareja violentos, cuando pensamos que por fin tendremos una vida libre de violencias y nos pega donde más duele, los hijos, a los que se convierten en instrumentos para hacer daño.
El término surge de los estudios de la psicóloga forense Sonia Vaccaro, quien introduce este término en 2012 diciendo: el término violencia vicaria en se trata de «una de las manifestaciones que adopta la violencia hacia las mujeres que se ejerce a través de los hijos, aclarando que se trata de una violencia que forma parte del ámbito de las violencias machistas”.
Es además una violencia anunciada en muchas de las entrevistas que hacemos de mujeres que transitan situaciones de violencias; ellas mencionan la amenaza, “te voy a sacar lo que más querés”, “no los vas a volver a ver”. Sería interesante hacer un estudio estadístico de cuánto ha crecido, por ejemplo, en los estrados judiciales, las demandas por cuidado personal exclusivo de padres para obtener la antes llamada tenencia de sus hijos, o las denuncias de supuestos malos tratos o abandono de éstos por parte de las madres -mayoritariamente las que trabajan fuera de sus casas- con el objeto de sacarles lo que más quieren, o hasta la más extrema que afectan la vida misma de los hijos. Es una forma muy efectiva de hacer sufrir a las mujeres, haciendo sufrir a nuestros hijos.
Aclaremos que este aumento en las demandas no es proporcional con el aumento del compromiso real con las tareas de cuidado de parte de los padres, vale decir, que solo es una manera de mantener el dominio sobre las mujeres cuando han cesado la convivencia o se ha roto el círculo de violencia, cuando nos sentimos liberadas. En ese momento, la reacción se agudiza de parte del agresor, muchas veces, el padre de nuestros hijos, otras veces exparejas, otras veces cualquier integrante de nuestro entorno familiar.
Tanto es así que en 2022 se intentó incorporar este tipo de violencia dentro de la Ley de Protección Integral (26.485) agregando en el texto “Quedan comprendidas aquellas conductas que, por acción u omisión, se ejerzan sobre los/as hijos/as y/o personas del grupo familiar o afectivo de la mujer y que tengan por objeto o por resultado afectar sus relaciones familiares o afectivas, su integridad psicológica, física, económica o patrimonial”. Lamentablemente el proyecto no se sancionó.
La realidad es que las violencias contra las mujeres no cesan, se transforman o mutan y esto será así hasta que podamos cambiar la matriz estructural que las determina y las mantienen vigente. Es una tarea diaria, difícil, resistida pero necesaria para alcanzar el ideal de una vida libre de violencias y discriminaciones que además se traduce en el bienestar de todos y todas.