Cuando hablamos de pintura rococó, que abarca todo un siglo (el XVIII), lo primero que nos viene a la mente es un cuadro de Fragonard como éste: exuberante, recargado de detalles, de atmósfera íntima y cierto erotismo.
El rococó es un estilo aristocrático, de la corte, y como tal transmite elegancia, gracia y sofisticación. Todo enmarcado dentro de lo que se denomina “pintura de género”: el tema es la vida cotidiana, despreocupada y dedicada a los placeres de nobles y cortesanos.
En cada cuadro, Fragonard nos deslumbra con su virtuosismo técnico pero también nos plantea en una sola escena una historia compleja y llena de intrigas (cuando vemos esta tela, no podemos dejar de especular en las distintas historias que puede haber detrás del beso, hasta que nos hacemos la pregunta: “¿es un beso robado o un beso prohibido?”).
Fragonard derrocha imaginación y juega con la nuestra.
A partir de la Revolución Francesa (1789), derrotada la clase reinante, no solo los protagonistas de las pinturas de la época “pierden la cabeza en la guillotina” sino que este estilo es desacreditado por frívolo, inmoral y puramente decorativo.
Fragonard termina retirándose al campo, donde es olvidado incluso durante décadas después de su muerte por la historia del arte. Mucho tiempo después, es redescubierto y valorado tal vez como el artista más representativo de toda una época.