Seguro que alguna vez se han preguntado, ¿por qué me cuesta tanto explicar cómo me siento? o ¿por qué no soy capaz de ser sincero conmigo mismo?.
Creo que nos han educado para “no sentir”. Desde niños nos han dicho “no llores” cuando nos lastimábamos, o cuando algo nos dolía de un amigo, nos decían “no le des importancia”.
¡Pero cómo no darle importancia a lo que sentimos!. Sin embargo, así crecimos, bloqueando nuestras emociones y dejando de sentir, viviendo en automático.
Cuando alguien llega al trabajo rengueando y explica que tiene un esguince, no pasa nada. En cambio, si alguien llega al trabajo y dice que está triste o enojado, la gente no lo ve bien, lo juzga enseguida. Algo comentamos, o tratamos de que deje de hablar de ese tema para que se olvide.
Sin embargo, las emociones que guardamos no se olvidan, quedan retenidas en el fondo de nuestro corazón y se manifiestan de alguna manera, más tarde.
Hoy tenemos las “fakehappiness”, que tienen su origen en las redes sociales. Vemos cómo, a través de la pantalla, todo el mundo la pasa bien y es muy feliz. Eso muchas veces distorsiona nuestra visión de la realidad.
No se puede ser feliz todo el tiempo. Somos seres emocionales y, durante nuestro día, tenemos diferentes emociones. Es natural que si algo triste nos pasa nos sintamos decaídos y podamos manifestarlo. Pero al ver que todo el mundo está “pum para arriba”, si estamos mal evitamos decirlo.
Invito a hacer un momento de introspección a través de una meditación haciendo contacto con el cuerpo, ya que ahí están guardadas nuestras emociones.
No deja de sorprenderme cómo personas que parecían felices, al silenciar la mente y bajar las barreras de protección que pone nuestra personalidad, pueden conectar con sucesos dolorosos que están ahí pidiendo a gritos que los dejen salir.
Permitirnos sentir, lejos de ser algo débiles, requiere mucha fortaleza y voluntad. Cuando nos animamos a ello, podemos darnos cuenta de que estábamos dormidos. Es como un despertar.
Empezamos a elegir lo que nos gusta y nos alejamos de lo que nos hace mal. El cuerpo nos da ese registro y ya no podemos mentirnos. Aunque lo que nos disgusta nos da seguridad, elegimos vivir en coherencia y lo dejamos.
Hoy les pregunto: ¿pueden hablar de sus emociones?. ¿Decir qué quieren a sus seres queridos?. ¿Mostrarse vulnerables?.
Si la respuesta es un sí, los felicito. Si es un no, anímense a observarse y ver que la vida está pasando. Quizás este sea un buen momento para darse cuenta de que nuestra vida es única, y que depende de nosotros vivir o sobrevivir.
Bendiciones
El psicólogo Leocadio Martin reivindica nuestro “derecho a estar tristes”, a experimentar una de las emociones que más miedo nos da. “La tristeza es parte del necesario balance del que nuestras emociones se nutren. Simplemente, no podemos saber si somos felices, si no conocemos la tristeza”, analiza en su libro.
Y plantea nuestro modo de evasión: “Nos da miedo recordar cualquier tipo de tristeza que nos pueda llevar a sentirnos infelices”.
Es por ello por lo que muchas veces evitamos expresar a los demás lo que sentimos. También nos negamos a nosotros mismos, en nuestro interior, a experimentar emociones a las que damos una connotación negativa.
Ese miedo a sentir, Martin lo denomina “murallas emocionales”, descriptas como “las defensas psicológicas que utilizamos para adaptarnos a circunstancias dolorosas”.
Estos “trucos de supervivencia emocional” que tal como explica el psicólogo, en momentos concretos nos han ayudado a superar situaciones difíciles, pueden terminar siendo dañinos para nosotros mismos, e incluso pueden afectar a quien se preocupa por nosotros.
En su publicación el psicólogo advierte del peligro de hacer mal uso de nuestras emociones: “Si las dramatizamos en vez de sentirlas (…) o nos autocompadecemos, eso puede ser destructivo”.
“Cuando somos capaces de sentir todas nuestras emociones, nuestra vida tiene significado y propósito. Si evitamos sentir, perdemos frecuentemente el contacto con nosotros mismos, con quiénes somos”, concluye aconsejando.