Santa Lucía de Siracusa (Italia) sufrió martirio en su ciudad natal el 13 de diciembre; aunque los historiadores no están de acuerdo en el año, que para unos es el 298 y para otros el 303 o el 304.
Lucía era aún adolescente (casi niña) cuando su madre quiso casarla con un rico heredero, pero ella no aceptaba aquel matrimonio.
La madre de Lucía llevaba cuatro años enferma y decidió acudir con su hija al sepulcro de Santa Águeda de Catania, por cuya intercesión obraba Dios muchos milagros. Y se produjo el milagro: la madre sanó de su enfermedad, por lo que se convirtió al cristianismo y accedió no solo a liberar a su hija del matrimonio que le tenía preparado, sino también a entregarle la parte de la herencia que le correspondía, para que la vendiese y socorriese a los pobres.
El que había estado destinado a ser su marido, despechado, la denunció por ser cristiana; la detuvo el prefecto y para dar satisfacción al denunciante la mandó a una casa de lenocinio para que los hombres más lascivos de Siracusa pudieran gozar de ella.
Pero Dios se puso de su parte y no consiguieron moverla, hasta con un tiro de dos bueyes lo intentaron, y no hubo manera; irritado, el prefecto, decidió prender fuego a la casa con ella dentro, pero se quemó la casa y ella permaneció indemne.
Desesperado, ordenó que le sacaran los ojos, pero ella siguió viendo como si tal cosa. Y es en virtud de este milagro de poder ver sin ojos que se le asignó el patronazgo de la vista, de los oftalmólogos y auxiliadora de los ciegos.
El prefecto decidió, por fin, atravesarle la garganta con la espada, y Lucía, mientras se desangraba por la herida, invitaba a convertirse a Cristo a los espectadores que se habían reunido allí en gran número.