Los dos amaban el otoño. Una vez había sido la gris y húmeda estación de la porteña capital, con semanas prefabricadas con días lluviosos y tristes transcurridas en la habitación minúscula de un hotel barato; con paredes ocres blancas de humedad, techos descascarados color tiza, ventanas inexistentes o rota y el almanaque con la foto en sepia de la chica luciendo su lencería demodé, impávida en su cárcel gráfica a la cabeza de un calendario con todos los días en negro, hasta los domingos y fiestas patrias.
Pero en los principios de su relación la convivencia fue en un hotel de categoría, cómodo y hermoso y con desayuno en la habitación y teléfono. Sí. Cómodo y hermoso, aunque… caro. Y hubo que mudarse del centro porteño al bajo. A los hoteles donde va la gente que sólo posee un enorme capital en amor.
Otra ocasión fue en el marco del luminoso y dorado otoño, allá en la casita del pueblo, en la tierra colorada. Con jornadas en la sala amplia, piso de madera pintado de rojo, flores en la mesa cubierta por un mantel de coco. El picaflor en el malvón, las grandes flores rosadas en lo alto del yuchán, todo el verde entorno como entrando por la ventana enorme y el rumor del arroyo llegando a la casa desde el fondo del terreno.
Amaban el otoño porque durante él o a través de él se amaban los dos. Es decir, amaban esa estación por las transformaciones que ellos le introducían. Cuando en la capital la humedad y la niebla pretendían ahogarlos, ahí estaba la risa de ella, cristalina luz sonora que desvanecía sin esfuerzo las brumas y aclaraba las tinieblas. Y él a su lado cerrándole la boca a besos, aventando el riesgo de iluminar tanto la pieza, que su amor dejara de ser solamente de ellos.
En la casa luminosa ella desnuda, acaparando sol en su piel trigueña; atrapando la diafanidad de las mañanas y el brillo de las siestas en su paso. Y él, junto a ella, rayándole en la piel caricias suaves como el vellón sedoso que se desprende del palo borracho, pero del color de la tierra que no se despegaba de sus manos jardineras.
Amaban el otoño, se amaban en otoño porque en otoño se habían conocido. Ella llegaba desde la luz dorada de abril en encantados saltos de agua; ataviada con la hoja de güembé más verde de la selva más impenetrable.
Él, desde el misterio de la garúa que torna resbaladizo el asfalto; desde la lluvia intermitente e impertinente que se vuelve iridiscente al anochecer por la luz en los semáforos y los faros de los automotores.
Todo fue un verse y nada más. Sin largas jornadas de preámbulos ni circunloquios. Nada. Simplemente él, que bajaba del ómnibus sólo con un portafolio, tomó dos de las valijas de ella, parada junto al equipaje, obnubilada por la sensación de impotencia frente a tanta maleta y tan poco mozo de cordel.
Él tomó dos, las más grandes y ella… lo siguió con el resto. Todo fue a parar a un taxi. Incluso ellos.
Se sentaron juntos en el asiento de atrás. Y ella sonrió. El resplandor del gesto se estrelló en los ojos de él y el taxista tuvo que pedirles que no lo encandilen. Los dos rieron sin ataduras y la gente en las veredas se contagiaba y señalaba el taxi loco que sonaba como una enorme caja musical.
Atardecía y la ciudad se preparaba para un crepúsculo ceniciento y atolondrado a bocinazos, pero ellos abrieron las ventanillas del taxi y a una cuadra del hotel se besaron haciendo florecer hasta a las centenarias copas de las tipas de las veredas.
La garúa duró toda la noche – algo de lo que ni se enteraron en la magnífica habitación del hotel internacional-, y casi todo el día pero, antes de irse, el sol se sacó de encima las perezosas nubes gordas de más y más lloviznas; abrió un canal de claridad en el cielo y con el tiempo que le quedaba pintó un atardecer resplandeciente, con un crepúsculo de fulgurante brillo áureo y encendido rojo, aterrorizando a las palomas barrigonas de tanto holgazanear en los balcones y en sus refugios, a las que no les quedó – ya que no llovía -, más que dejar de arrullar sin sentido y salir a dar un raudo y prolongado planeo al que transformaron sin saberlo, en el vuelo de bautismo del amor que había nacido en otoño.
Decidieron vivir juntos -luego de la primera, única y última estancia en aquel hotel céntrico pero caro -, en la habitación de paredes ocres y húmedas, techos descascarados color tiza, ventana inexistente y calendario de días iguales, en sepia, de uno de los tantos, vetustos hoteluchos del bajo. Luego, en las vacaciones, cada uno a lo suyo.
El a una familia unida por la costumbre, a los besos estereotipados de los tres hijos y la mujer; al ocio aburrido sin sentido y a extrañarla.
Ella, a la casa luminosa de la abuela. Junto a una madre enferma que sufría alucinaciones crónicas y espectrales, legado de lúgubres fantasmas descoloridos y tediosos que trataban de despojarse del castigo de haber sido puestos allí quien sabe porqué esfuerzo superior. Y mamá los consolaba, los hablaba en el regazo y los recostaba a su lado en la vieja cama matrimonial, ocupada desde hacía años a medias.
Ellos la asustaban como agradecimiento, entonces mamá entraba en una especie de trance y corría frenética hacia el fondo del predio.
Una tarde la ilusoria caterva de espantajos, se aburrió del juego, se cansó de la payasada y arrojó a mamá al arroyo. Cuando la sacaron, a varias chacras más abajo, su cara estaba desencajada no tanto por los golpes contra las piedras sino por el terror.
La abuela le cerró los ojos con un suspiro, tal vez de pena, tal vez de alivio. Llamó a la nieta y ella, en la capital húmeda, lo llamó a él. Llegaron a tiempo para acompañar los restos de la madre al cementerio. De vuelta a la casa…, ella se hizo cargo de los fantasmas. Pero para los hijos de las sombras, nietos del misterio, la luz del amor les significaba un riesgo que no quisieron correr y se fueron.
La abuela lo certificó… “…han llegado ustedes y se ha marchado mi hija. Esta casa ha quedado sin recuerdos tristes, todo es nuevo, brillante. Ni los fantasmas quedan”.
Los amantes esa noche, de las primeras del otoño nuevo, se amaron como nunca. Exploraron todas las coordenadas del campo de batalla en el que fueron protagonistas exclusivos sin pensar en el tiempo ni en obligaciones. Fueron como alumnos que dieran un examen: todo lo aprendido y todo lo conocido, puesto en juego para alcanzar las más altas calificaciones.
El sabor y el aroma de ella se mezclaron con los de él, sus humores, su sudor y sus lágrimas; sus jadeos fueron dejando de ser propios para ser de ambos, simultáneos, compartidos, fueron varios días de amor intenso.
Sólo se detenían para que él se atiborrara de panecillos calientes horneados por la abuela y también espumosos mates cebados por la anciana. Luego y mientras ella descansaba él se dirigía al jardín o al arroyo a meditar.
El viaje de regreso a la capital se manchó al tener que pensar en el retorno al hotel provecto y pringoso, pero, al fin ella y él poseían la magia para transformarlo y se resignaron.
A partir de ahí los viajes a Misiones fueron varios; los regresos a Buenos Aires otros tantos. Cuando el corazón de la abuela se empecinó a no seguir latiendo volvieron. Luego de sepultar su cuerpo junto a donde reposa la hija y ya en la casita de pisos rojos, ella le pasó un mate y lo invitó “estoy sola, quédate conmigo, no volvamos al hotelucho de las sábanas malolientes de humedad”
”Aquí – continuó -, está la que ahora es mi casa o sea tu casa, con su arroyo, sus plantas, es decir, tus plantas, picaflores y tucanes, palmeras con sus enormes flores anunciando la Navidad y sus racimos de cocos que tanto te gustan”.
“Y mi casa, nuestra casa”. El no dudó en responder “el nuestro es un amor de otoño, nada más”.
El viajó al amanecer. Ella al mediodía comió frutas de pitanga y moras; bananas y ananás silvestres, bebió agua del cauce familiar y por la siesta se quedó en la casa con los fantasmas que al verla silenciosa y triste y sin el resplandor de una de sus sonrisas cantarinas, habían vuelto.
El tiempo fue curando heridas y una tarde ella supo que el próximo era el último otoño del milenio. El clima había cambiado y ahora en otoño, también llovía en torno a la casita luminosa de paredes de madera y techo de tejas. La lluvia era distinta, era acompañada por millares de flores de tayí de los lapachos que acostumbran florecer entre fines de julio y principios de agosto y ahora se deslizaban como en un tobogán de agua hacia la tierra.
Los tiempos también cambiaron y ella tenía teléfono celular. ”Te amo”, escribió. Las celdillas de la “nube” al captar el mensaje se sacudieron con cierto goce. El, en la oficina tuvo un pálpito.
Un extraño cosquilleo lo recorrió de punta a punta del sistema nervioso. Con un hilo de voz tras el mensaje y el “hola” inicial de una llamada, respondió “me parece una idea maravillosa pasar el último otoño del milenio juntos…”