Por Alfredo Irigoin
Economista (PhD New York University)
Publicado en Infobae
El Estado argentino, el Leviatán, ha tenido un crecimiento pujante: es un gran “Unicornio”. Como señaló Ricardo Arriazu recientemente, en los últimos 42 años el déficit fiscal acumula 456 mil millones de dólares, el gasto público total aumentó del 29% al 46% del PBI y el gasto salarial en provincias se duplicó en términos constantes con un aumento del empleo público del 65%.
Un crecimiento solo superado por el narcotráfico y por el número de pobres. No sorprende que los defaults y reestructuraciones de la deuda pública sean la constante en nuestra economía. La negociación actual con el Fondo Monetario Internacional es solo un ejemplo más en una larga historia.
El crecimiento del Leviatán genera el aumento de la inflación, los impuestos y la deuda pública, financiados por un sector privado cada vez más agobiado.
Desde 2002 lidiamos con una inflación promedio del 27% anual (hoy ya navegando en el +50%: una tasa que se va acelerando a medida que cae la demanda de dinero y aumenta la necesidad de emisión monetaria). Desde 2002 el tipo de cambio oficial se multiplicó por 43 y el dólar libre por 87.
Como referencia, en el mismo período el tipo de cambio en Uruguay se multiplicó por 2,9, en Chile por 1,2, en México por 2,2 y en Brasil por 2,3. La deuda crece con el déficit fiscal y su lastre aumenta debido al estancamiento de la economía. Los impuestos aumentan en tasa y cantidad, generando una presión insoportable y la fuga al mercado informal.
Ante la voracidad y el desorden fiscal el sector privado desconfía y reduce sus inversiones y el crédito desaparece por falta de confianza. El riesgo país ya orilla los 2.000 puntos.
No sorprende que la economía no genera riqueza, produce pobres y vive con conflictos distributivos. El Leviatán crece alimentándose de la riqueza privada y, como un dinosaurio T-Rex, entra en la ciudad y el campo devorando vivos a quienes se le enfrentan. Durante más de 50 años el Leviatán ha aprendido que termina debilitando a aquel que le da de comer.
Está pues en su propia naturaleza generar una gran crisis por década. Como el Leviatán no entiende de dietas, esfuerzos y sacrificios, cuando llegan las crisis aumenta violentamente el saqueo del sector privado (incluyendo a los jubilados), que soporta el costo del ajuste.
Licúa sus gastos y reestructura sus deudas para sobrevivir. El proceso se repite: el Leviatán es cada vez más grande (y paradójicamente más débil) y sus víctimas cada vez más frágiles. El crecimiento del Leviatán está impulsado por una red de intereses creados: políticos, burócratas, empresarios prebendarios y proteccionistas y muchos sindicalistas.
Estos grupos se apropian de la riqueza producida por el resto de la sociedad a través de regulaciones e impuestos. Cada grupo obtiene beneficios concretos y diluye los costos asociados entre una mayoría que no puede organizarse.
Tal vez el mejor ejemplo es el sector agropecuario, saqueado sistemáticamente por el Leviatán desde 1945. Cada tanto el Leviatán percibe que quieren debilitarlo, pero sabe que esos esfuerzos son débiles y graduales: sabe esperar su nueva oportunidad y salvaguardar los ingresos y patrimonios de sus miembros.
Una vez más la economía argentina camina por una cornisa. La falta de confianza y la debilidad política están agravando la incapacidad crónica del Leviatán para financiar un gasto insostenible. Debido a la falta de crédito y la creciente evasión impositiva el déficit fiscal se financia con emisión monetaria creciente, que va generando una huida del peso. La demanda generada por el exceso de pesos genera la suba generalizada de precios.
La escasez de reservas del banco central, sumada a la fragilidad fiscal, alienta la huida del peso y la demanda de dólares, cuyo precio incluye expectativas devaluatorias. Los depósitos bancarios se utilizan para financiar el desorden fiscal, a través de deuda colocada en forma semi compulsiva con los bancos. Si la fragilidad del sistema bancario se acentúa el proceso termina con una salida de depósitos y una crisis financiera.
La inflación resultante pretende ser aquietada con intervenciones crecientes en los mercados cambiarios, a través de cepos cada vez más restrictivos.
A medida que aumentan los controles surgen los mercados alternativos y las brechas cambiarias, alentando la especulación, el arbitraje y la pérdida de las escasas reservas del Banco Central.
Entre 2012 y 2015 la economía operó con una brecha del 41% y actualmente supera el 100%.
Anticipándose, el sector privado se repliega y reduce inversiones, tanto fijas como de capital de trabajo, para preservar un capital que será necesario durante la crisis.
El Gobierno retrasa el tipo de cambio oficial y las tarifas de los servicios públicos (agravando aún más la situación fiscal) y se intensifican los controles de precios. A medida que estos controles van fracasando aumentan las denuncias contra especuladores, comerciantes y supermercados.
Cuando se acaban los argumentos se empieza a denunciar a fuerzas ocultas, locales e internacionales, que buscan la devaluación con intencionalidad política para reducir los salarios reales y debilitar así al gobierno de turno.
La tormenta que se está gestando no tiene precedentes. En primer lugar, porque el Leviatán ha crecido, agrandando el tamaño del problema.
En segundo lugar, porque se desatará sobre una Argentina muy empobrecida y castigará especialmente a la población de ingresos bajos y medios. Tal vez esa gravedad sea el comienzo de un cambio de sistema que, en nombre de los pobres, ha generado la mayor decadencia de un país en la era moderna.