Habían dado las 19 en aquel viejo reloj de nuestra iglesia (la actual Catedral San José) cuando la ciudad fue sacudida por un ululante ventarrón. Las casas se estremecieron y un angustioso suspenso se apoderó de sus moradores. Ratos después el cielo se abría y el agua se precipitaba en ruidosas cataratas, mientras el Paraná se encrespaba con violencia.
Las luces de Encarnación se apagaron y un grave silencio envolvió a la localidad paraguaya.
Más tarde, un extraño navegante surcaba las aguas del encabritado río en fragilísima canoa: era el padre José Kreuser, párroco de la población vecina, que, acompañado por el mecánico Jorge Memel, traía un fatídico mensaje: la parte baja de Encarnación había sido destruida por el ciclón que, tocando apenas Posadas, había descargado allí su tremenda furia.
Luchando contra las olas, la lluvia, el viento y una cerrada oscuridad, el religioso y su valiente acompañante llegaron -sin otra guía que Dios- a tierra argentina. Poco después se presentaban ante el gobernador, Dr. Héctor Barreyro, con las ropas destrozadas y el pelo revuelto. Eran dos cuasimodos, dos hombres empujados por el dolor de un pueblo sumido en la desgracia, que venían a pedir ayuda.
El gobernante fue destinatario digno de aquel pedido porque el auxilio reclamado se organizó en minutos. Barcos, médicos, alimentos, ropas y nutridos botiquines tomaron el camino de la ciudad hermana a través de la ahora negra y turbulenta cinta fluvial, en esa trágica noche del 20 de setiembre de 1926.
Las tareas de salvamento comenzaron enseguida, entre ayes terroríficos, agua y escombros. A poco llegaban a Posadas los primeros evacuados. El podre Kreuser y el mecánico Memel habían contribuido en una insospechada medida a salvar innúmeras vidas.
Al día siguiente, la catástrofe apareció en toda su magnitud: entre muertos y heridos, las víctimas superaban el millar. La edificación de la zona baja encarnacena estaba en su mayor parte destruida, la parte aledaña había sufrido igualmente grandes perjuicios y, por doquier, se veían chapas enredadas en los cables eléctricos, animales muertos, polvo y dolor.
Una sola familia, la de Castelnovo, había perdido trece de sus catorce miembros. Un señor BalIevó, que cerraba la puerta de su domicilio en el momento en que el fenómeno golpeaba con fuerza, fue arrojado a un charco de agua a 50 metros de distancia con la puerta entre sus brazos.
Posadas se irguió entonces para extender su mano generosa. Las familias, las instituciones, los funcionarios, abrieron los brazos y se entregaron a la tarea de ofrecer ayuda. En las sociedades española, italiana, polaca y cosmopolita, en los locales escolares, comisarías y casas privadas, se improvisaron pequeños hospitales.
Nadie se mostraba remiso en la colaboración indispensable, y todos acudían prestos a entregar su óbolo. Los elementos críticos afluían incesantemente a la devastada Encarnación.
Cuando todo pasó, quedó flotando una agradable sensación reparadora: el espíritu fraterno de un pueblo que se había puesto de relieve en favor de otro pueblo en desgracia. Esto lo comprendió así, y pronto el reconocimiento público de los paraguayos se tradujo en homenajes a la “hidalga ciudad de Posadas”, que el bronce y el granito recogieron en firme conjunción para la posteridad.