En buena parte del relato, “Boti” Grassi compara a la ciudad que la vio nacer, con la actual, y se sorprende de los avances del progreso. Lejos quedaron las calles de tierra, las cunetas y el ripio, o la chacra que sus abuelos: Francisco «Viejato» y Ramona, cultivaban en inmediaciones del Pira Pytá para vender los productos en el almacén familiar de ramos generales, ahora rodeados de grandes edificaciones.
Su esposo, Rubén Lifschitz, también fue comerciante. De los más importantes. Junto a su hermano Luis, eran propietario de Casa Lifschitz, por calle Buenos Aires, donde estaban buena parte de los locales de los judíos. Es que era un lugar estratégico porque a pocas cuadras se encontraba la vieja placita, hasta donde las “paseras” paraguayas venían a hacer negocios. “Por avenida Roque Pérez, donde ahora es la plazoleta de Gendarmería Nacional, había un tinglado grande, de una cuadra, donde funcionaba la placita de Posadas. Las paraguayas venían con las lanchas a traer sus productos, y ponían sus canastas sobre los techos. Compraban en nuestros locales pero había que llevarles las mercaderías con carritos, había que trabajar desde las 10, que era la hora en que ellas empezaban a venir hasta las 15. Después moría todo”, comentó.
Agregó que llevaban desde acá “todo lo que allá no había, infinidades de cosas. Era ramos generales, así que había de todo, para el Día de los Muertos, había hasta el paño para las tumbas, pinturas, comestibles a rolete, jabón, polyana antisudoral, bencina, kerosene. Las lanchas iban bien cargadas a la vuelta. Para cruzar al Paraguay también las tomábamos. No había puente e íbamos a hacer lo mismo que ahora, lo que no había acá o era caro, se buscaba del otro lado”.
En la época en que “Boti” Grassi se casó con el hijo de Gregorio Lifschitz “fue una explosión”, porque ella profesaba la fe católica y él era judío. Es por eso que decidieron que cuando sus hijas -Patricia y Selva -Cora Beatriz vivió poco más de un año- fueran mayores de edad, eligieran la religión que quisieran adoptar. “Les inculcaba que se inclinaran por la religión del marido porque ellas se quejaban que no les di religión, hasta el día de hoy me reclaman. Pero fue una decisión para evitar conflictos. Con mi esposo nos entendimos bien porque el no era de practicar mucho la religión, nuestra visita al salón era más bien de índole social. Nos respetamos y vivimos siempre bien”, manifestó, quien junto a su suegra judía, aprendió a amasar beigalej, una exquisitez que se convirtió en la bienvenida a la casa de esta “ilustre posadeña”.
Cursó el secundario en la Escuela Normal “Estados Unidos del Brasil” y ahí se recibió de maestra, como su mamá, María Antonia Fernández López, nacida en Páramo, Lugo, España. “Así era en ese entonces. Con tener un secundario ya estábamos contentos, no era usual que se siga estudiando. Igual éramos felices. La ciudad era chiquita, y el asfalto llegaba apenas hasta la plaza San Martín”, confió. Como docente, trabajó 14 años sin tener nombramiento porque no se producían. Entonces, “fui como suplente, primero, a la Colonia Alemana de Olegario V. Andrade. Después, como nos íbamos a casar, me quedé por acá y recorrí Posadas: estuve en Yohaza, en la Nº 219. Mis alumnos son hombres grandes, cuando los veo por ahí me preguntan cómo ando y no los reconozco porque cambiaron muchísimo”, agregó entre risas.
El baúl de los recuerdos
Ángela María vivió en Tambor de Tacuarí y Santa Catalina, donde sus abuelos maternos (Francisco y Ramona) tenían un negocio, hasta los diez años, después su padre, Oscar Grassi, recibió una herencia desde Buenos Aires y compró una casa al lado de Carlos Staciuk, sobre calle San Luis.
El almacén de “Viejato” -tal era el apodo del dueño, que en su España natal era minero-, funcionaba como en España, donde una de las puertas no se cerraba temprano. “Era como un bar con butacas y un mostrador largo, donde siempre se tomaba alto. Mi tía hacía budín de pan, empanadas, y la muchachada estaba siempre en la vereda”, rememoró.
Cuando sus abuelos apenas vinieron también tenían una chacra inmensa a la altura del Pira Pytá. Allí plantaban y su tío, Jesús Fernández, que era soltero, salía a vender lo que producían. Trabajando en ese terreno, pusieron el almacén, fueron creciendo hasta adquirir buena parte de la Chacra 64, zona en la que también estaban instalados los Acuña, Horriberger, Barrientos, Correa, Caferatta.
“Cuando vivíamos por Tacuarí, dependíamos del negocio de mi abuelo, temprano, mi hermana Ramona Filomena y yo pasábamos a buscar el maíz pisado para los pollitos porque teníamos un gallinero con 300 pollos. No se dan una idea de la huerta que teníamos en una parcela de 200 metros de fondo. Cuando mamá venía de la escuela, llegaba con las colegas, que se llevaban verduras, huevos”, recordó, quien confió que goza de buena salud gracias a la ingesta de vitaminas y hierro.
Los padres de “Boti” se conocieron en Buenos Aires donde Oscar Grassi era empleado del Ferrocarril General San Martín. “Cuando se conoció con mamá, Pedro Rebollo, le dijo que se venga a Posadas, que le iba a conseguir un trabajo. Cuando llega a Misiones, le da trabajo de policía, que en aquel entonces era como ir a barrer la calle. Entonces se dedicó a una parrilla, luego trabajó en la Sociedad Italiana, en el Club Independiente, siempre como cantinero”.
El bazar de Ayacucho
El comercio demandaba más y más, por lo que Rubén Lifschitz deja a su hermano Luis en calle Buenos Aires, y abre una sucursal sobre calle Ayacucho -hoy bazar Palermo-, allá por 1958. Es que los viajeros que llegaban desde el interior de Misiones a la terminal de ómnibus, emplazada en avenida Mitre y Uruguay, hacían sus compras en esta zona. “No llegaban hasta la Buenos Aires, ahí la venta era para quienes venían desde Paraguay. Además, ellos se criaron en los alrededores, haciendo cruz con la esquina de los Luengo. Tenían una casona de madera con piso alto, como las del interior, y el terreno iba desde la Policía Federal hasta Salud Pública. El padre de los Lifschitz vendía quesos, huevos, comestibles, para los almacenes. Los carros y los caballos estaban donde está Salud Pública, y había gente que les manejaba los carros. Los hijos se enojaban porque para el Día del Maestro, el padre les decía, ¡llévenle un queso a la maestra!, y para ellos era de terror”, rememoró.
En ocasiones, “ellos acompañaban al carrero y llevaban la mercadería a la zona del cementerio La Piedad, porque en frente había un almacén muy grande. Eran como distribuidores, tenían la mercadería en estantes, una variedad de quesos que traían desde Entre Ríos, donde se crió la madre”.
A pesar que el trabajo era cada vez mas intenso, Rubén iba diariamente a ayudar a Luis mientras venían las paraguayas, y traía al local de Ayacucho todo lo que se iba vendiendo. “Allá, por ejemplo, tenían golosinas al por mayor, pero las paraguayas le vaciaban, en una semana le llevaban una carga. Acá era más lento pero pusimos bicicletas de reparto, entonces salían tres muchachos para el centro para visitar a los kiosqueros para vender las golosinas, otros tres iban hasta la Cabred donde estaba el cine gran avenida. Traían los pedidos, cargaban en la bicicleta y llevaban. Hasta los domingos trabajábamos”, señaló.
Los días festivos atendían a los carameleros que iban al cine con el canastito y “venían a recargar porque no tenían plata para llevar mucho. Primero tuvimos un jeep carrozado muy petitero, y después compramos una estanciera, y en el turno que no iba a la escuela, cargaba golosinas y también salía a vender. Tomaba Tacuarí hasta el fondo, y volvía por López y Planes. Pasaba por cuanto almacencito había porque creo que no hay que retacearse. Yo lavaba el auto, cargaba el agua en el radiador, iba al taller porque si él salía del negocio se descompaginaba la venta, se perdía de atender a los viajantes. Entonces, salía a vender y hacía lo mismo que hacían dos empleados en el centro”.
La familia no sabía “lo que era ir de vacaciones, el negocio no se podía cerrar. El primer viaje que hicimos fue a Capao Da Canoa, con Mazza Turismo, que había puesto un colectivo y el hotelito en el que nos hospedamos era súper modesto. Era ir diez días y en colectivo”.
Según la mujer, “el sueldo de maestra no alcanzaba para pagar un alquiler, porque todos los meses aumentaba. Los Schwegler, que eran amigos, nos dijeron, le vamos a dar los saldos y ustedes empiecen con el bazar. Desde que nació se llamó bazar Palermo porque mi cuñado era muy burrero”.
Durante 60 años, Angela María “Boti” Grassi (80) fue al negocio. Cuando quedó viuda, en 1996, le dijo a sus hijas, Patricia y Selva, “ahí lo tienen. Yo las ayudo, pero el negocio es de ustedes. Ahora se hizo cargo mi nieto Lucas, y hay empleados, atentos, que están desde los quince años, y son como los dueños”, relató.
Tras los pasos de María Antonia
Gisela Belén Montiel, nieta de María Antonia Fernández López y sobrina de Ángela María “Boti” Grassi, es docente de la UNaM. En calidad de investigadora, ganó una beca de la Unión Europea -2003 a 2005- y vivió dos años en Málaga, desde donde pudo descubrir la vida de su querida abuela, nacida en España. Así fue que en una publicación (Mi familia. Un mate entre ‘lembranzas’ y ‘morriñas’) de la Revista TSN de la Universidad de Málaga (España) retrató la historia y la expuso en un simposio en 2017.
“Vivió en mi casa, y era una abuela especial, presente. Hasta el día de su muerte sus historias eran muy vivas y yo es como que heredé esa cuestión. Ella era de Lugo, mi beca era en Málaga. Un fin de semana una amiga me dijo ¿porqué no te vas?. Recopilé datos, supe que entraron por el puerto de Buenos Aires, que se alojaban en el Hotel de los Inmigrantes. Muchas documentaciones no teníamos. En el documento figuraba que ella nació en San Martín de Torus, Lugo, España, era el único dato certero”, relató, entusiasta.
Fue a Lugo, consultó en el ayuntamiento, donde le dijeron que “no había nada. Pero la señora, muy amable, me dijo que en esa época los anotaban en la iglesia donde los bautizaban. ´Hay una capilla en San Martín de Tour, te sugiero que vayas y te fijes´. Caminé unas cuadras por Lugo, una ciudad amurallada, muy bonita, y llegué a la iglesia, que es preciosa. Hablé con la secretaria del párroco, buscó en los libros y encontró. Mi abuela nació en Páramo, a 30 kilómetros de Lugo, que sigue siendo un poblado”.
Gisela se animó a más, tomó un colectivo y fue al otro día a ese lugar que “tiene piedras y el verde intenso como el nuestro”. Trajo documentación suficiente, al punto que su mamá, Ramona Filomena Grassi, pudo hacer la nacionalidad española.
Recordó que cuando llegaron de Europa, sus bisabuelos, Francisco Fernández López y Ramona López López, hicieron estudiar a sus hijos, que se recibieron de docentes. “Para ellos fue un gran logro, mi abuela María Antonia Fernández López -nacida el 24 de junio de 1906- ejerció la docencia, pero para asumir el cargo titular, en la época de Perón la obligaron a naturalizarse. De lo contrario, no tenían el cargo. Y para ella ese fue un golpe muy duro porque perdió su nacionalidad. ´Yo nunca renegué a mi patria, me hicieron renegar´ repetía acongojada”, narró la nieta, emocionada, por el logro, y por lo que esa mujer representó en su vida.
La Universidad de Málaga efectuó un seminario sobre “Migración y exilio”, y utilizó al de su abuela como “caso testigo”, aseveró, quien es exalumna de Málaga y sigue trabajando como investigadora del Proyecto-Aula María Zambrano, donde “todos lo que pasamos por esos procesos, contamos historias familiares”.
Lo que hizo Montiel, es un relato cronológico que documentó con fotos que encontraron, “porque no tenemos mucho más de lo que ella contaba. Era una docente muy dedicada en la escuela, después de jubilada confeccionaba los discursos de actos, le gustaba redactar. En el libro, hay documentación, vivencias y lo que implicó para ellos venirse. Vinieron sin nada porque los viajes eran costosos e invertían en eso. Quedaban en Buenos Aires hasta que le asignaban una provincia”.
Su bisabuelo, tenía un tío sacerdote en Santo Tomé, que los hace venir. “Tengo para darles un lugar en Posadas y ahí pueden instalarse. Fue algo muy peculiar llegar a cerrar la historia, mi abuela fue muy especial y ella siempre añoraba volver. Y no pudo hacerlo. Era su sueño. Decía de España al cielo”, concluyó, sin poder detener las lágrimas.