Que Don Carlos Staciuk (84) recibe a sus clientes con una sonrisa, nadie puede negarlo. Este vecino de la ciudad, que trascendió por su actividad comercial, aseguró que esa cualidad la heredó de Miguel, su padre, al que definió como “un tipo especial” que todos los días a las 15, dedicaba un momento al rezo del Santo Rosario.
Nació en Villa Bonita, municipio de Campo Ramón, en el seno de una familia de agricultores. Como era el mayor de cinco hermanos: Raúl, César, María Julia (ya fallecidos) y Mercedes, su mamá, Verónica Burkowski, lo dejaba en un cajoncito mientras plantaba algunas verduras.
“Estábamos en el medio del monte, a unos veinte kilómetros de Oberá, y papá tenía que salir a hacer alguna changa para comprar mercaderías esenciales como el aceite, que no se obtienen de la chacra. Hasta los once años junté tung, y en más de una oportunidad anduve encorvado por el dolor de cintura porque es una actividad que se debe realizar agachado o en cuclillas. También coseché té, y ayudé en la carpida. Es por eso que valoro a la gente de las colonias que viene a vender productos a la feria franca, hay que tener presente el sacrificio que hace, siempre tienen en contra las secas seguidas, o las lluvias continuas”, manifestó.
Contó que a los siete años, viajó con su familia al casamiento de su tío, en la colonia apostoleña de Las Tunas. En la celebración estaba Julia Toledo de Krause, que había sido maestra de su papá. “Preguntó si yo iba a la escuela a lo que mi padre le contestó que no, que no había escuela, y que estamos gestionando la creación de una. Entonces la mujer le sugirió: ¿porqué no me lo dejás por un año? Así que me quedé en Apóstoles, y para fin de año ya le mandé una carta a papá”, comentó, dejando en claro el progreso escolar.
A los 17 años estaba trabajando en el despacho del abogado Miguel Orlando Moreira, quien fue su maestro cuando volvió a Villa Bonita para seguir la primaria, que terminó en Oberá, cuando empezó a trabajar como cadete del profesional.
En el estudio, cumplimentaba trámites, iba al Juzgado, a los bancos, y limpiaba el piso. Pasado el tiempo, el letrado le confió que Carlos se merecía ganar más, pero que, como no podía pagarle, lo iba a hacer ingresar al Juzgado Nacional de Paz.
Una vez en el nuevo trabajo, el secretario le explicó: “Vos tenés que atender a los contreras y a los comunistas, y yo voy a atender a los compañeros. Y le dije, si no llegaras a estar, también voy a atender a los compañeros, no te preocupes. Era la época brava el peronismo. Luego, sobrevino la Revolución, y la junta militar me nombró secretario del nuevo juez Aníbal César Montiel, también en Oberá”.
A los 20, era el momento de realizar el servicio militar. Vino a Posadas y, como era empleado del Juzgado, pasó a formar parte del grupo de selectos del Distrito Militar 40.
“Ahí estaban los 34 recomendados: hijos de médicos, de abogados, de políticos, que debían asistir de 6 y a 12.30, hasta la jura de la bandera. Por la tarde recibíamos instrucción”. Después de la “colimba” decidió quedarse en la capital de la provincia y empezó a buscar empleo. Empezó por la Comisión Reguladora de Yerba Mate (CRYM), en la esquina de Santa Fe y Colón; luego intentó ingresar al correo, al Poder Judicial, y al Banco Provincia.
“Lo primero que me salió fue el Poder Judicial, actividad con la que ya estaba familiarizado, cuando ingresé en Oberá como ordenanza para limpiar y atender a la gente”, recordó. Pero acá lo nombraron auxiliar del archivo de Tribunales, que estaba a cargo de Angélica Bustios, y se encontraba en Félix de Azara y La Rioja, donde funcionó el Juzgado Federal Nº1 a cargo de Pedro Warenycia.
“Papá no me pudo pagar el secundario entonces hice ‘medio’ libre en Oberá pero me quedaban para rendir geografía y matemática de primer año. Veo a la madre del exfiscal Lloyd Wickström, para que me preparara en matemáticas. Su yerno, esposo de Scheila, ex reina de los estudiantes, era secretario del Juzgado Civil Nº1.
La mujer me preguntó dónde trabajaba, le dije que en el archivo, a lo que me respondió que iba a hablar con su yerno. Eso fue un viernes, y el lunes me llamó “Pampa” Bergallo, un tipo agradable, simpático, que tenía una polenta que admiraba. ´Mi suegra te recomendó, así que te vas a quedar acá ya, yo aviso por teléfono al archivo”, expresó.
Allí, le tocó ser compañero de Esteban Lozina padre. “Agarré el pedido de un abogado y le pregunto cómo hacía, a lo que me respondió arreglate”.
¡Aprendé, buscá!. no me enseñó nada. Tomé unos expedientes y vi que había un mismo pedido, lo copié y me acerqué a preguntar si estaba bien.
¿Quién te mostró? ¿Cómo hiciste? Y cuando le dije cómo lo obtuve, comentó: ‘pero sos rápido polaco’. “A partir de ese momento comenzó a enseñarme. En ese interín se creó el Juzgado Civil Nº 2, en 3 de Febrero 270, y el Dr. Gil Navarro, que me conocía de Oberá, me llevó a trabajar con él y me ascendió a oficial de despacho para enseñar a otros”.
El ámbito judicial era algo que fascinaba al joven Staciuk, al punto que los viernes pedía expedientes a la secretaria, “Pocha” García, “me pasaba mirándolos durante el sábado y domingo, y el lunes llevaba los borradores hechos. Siempre digo que fui un abogado fracasado porque en mi época no había acá Facultad de Derecho, la más cercana estaba en Santa Fe, Córdoba y La Plata. Y si no tenías quien solventara los gastos, no podías estudiar”, alegó con nostalgia porque “me gustaba demasiado la actividad”.
Cumplía tareas junto a las doctoras Scipioni y Uffelmann, cuando se creó otro Juzgado, el Nº 3, sobre la calle Córdoba, que después se mudó al edificio de la Caja de Ahorros. “Me trasladaron ahí, y me ascendieron a oficial de Justicia”, mencionó.
Descubrir un nuevo mundo
Estaba tomando una confesional a Francisco Oleksow, propietario de joyería Oleksow, cuando el hombre le preguntó a Staciuk qué hacía por la tarde. “Además de trabajar, estudiaba pero me dio un surmenage y no podía seguir la secundaria nocturna. El médico me dijo que eligiera un trabajo que fuera manual y que estudie. O que deje el estudio y siga con el trabajo”.
“No había mucha opción pero ¿qué trabajo manual iba a hacer? Estaba instruido, tenía experiencia, estaba acostumbrado y me gustaba demasiado. El hombre me dijo si me animaba a vender joyas cuando yo en mi vida no había vendido un escarbadientes”, confesó. Fue a la cita y Oleksow lo hizo entrar a una oficina privada.
“Hasta hoy tengo la imagen de los anillos brillantes cuando abrió la valija. Sacó una bandeja con cadenas y medallas, sacó otra bandeja con relojes de mujer. Le pregunté cómo había que hacer y sugirió que empezara por mis compañeros de trabajo. Te voy a dar el 10% de la venta y otro 10, de la cobranza. Vas a tener el 20% al momento que me rindas. Pero si el cliente no te paga, te voy a descontar, vos te hacés responsable”, le aclaró.
Fue así que en sus inicios, Staciuk vendió joyas a todos sus compañeros. No se salvó nadie. “Pedí a uno que me recomendara a la mamá para venderle algo y dijo que fuera a verla. Al llegar, me presenté, soy fulano, y vengo de parte de su hijo. Y ¿qué quiere? Vendo joyas y quiero mostrarlas. No, gracias, no quiero nada. Señora, yo quiero que usted vea y sepa lo que tengo, el día que necesite regalar, me llama y de paso, me beneficia. Me dijo, ah bueno. Y yo pensé, ah bueno, ¡perdiste! Porque en el oro está el diablo. Ese día hice tres ventas, a las dos hijas y a ella”, añadió, sin parar de reír.
Primero vendía para Oleksow y después apareció Santiago Nicolini, un empresario santafesino, entonces debía intercalar la mercadería. Rememoró que un día iba pasando con su valija por calle Bolívar cuando el foráneo lo atajó y le preguntó “para quién vendía las joyas.
“¿Cómo sabe? Por la valija. ¿Por qué no vende por su cuenta? Acérquese al hotel Ideal -por Bolívar, frente al Mercado Municipal- y lléveme un anillo, una cadena, como para comparar con lo que tengo. El material era el mismo pero la diferencia de costos, abismal. Me dijo que regresaría en tres meses, entonces fui a Oberá y le comenté a papá, que dijo: tengo un dinero en la caja de ahorros, si te sirve, te presto. Compré joyas en efectivo y también me las dio a cuenta corriente. Fue algo realmente sorprendente”, narró.
Llegó un momento que andaba con las joyas a cuestas, no las quería dejar en la casa por temor a que le entraran a robar, entonces, si iba de picnic, también las llevaba. A raíz de esa preocupación, pidió a un mayorista de joyas que le recomendara alguien que vendiera cajas fuertes. Lo mandó con el representante de la fábrica “Cajas y tesoros Ancla”, por calle Rivadavia.
“Vino el viajante y me vendió una caja de 1,80 x 90, que parecía un ropero. Y le propuse vender también cajas fuertes. En un año le vendí diez cajas a los joyeros que no tenían en Posadas, después en Oberá, también en Aristóbulo del Valle”.
Llegó un momento en el que ya no quería andar con la mercadería a cuestas y pensó en instalar un local. Fue a ver al abogado Vicente Lojko, un amigo de infancia, nacido en Picada Zamambaya, a 20 kilómetros de Oberá. Tenía su estudio por calle Rivadavia, al lado de la casa de las cajas fuertes.
Staciuk le preguntó si quería asociarse para venderlas y él lo cuestionó: “¿A quién le las vas a vender? Pero accedió, con una condición. “Vamos a hacer un contrato y haremos figurar a tu señora y a mi mamá, y me repetía que no hay mejor sociedad que aquellas que llevan números impares y no pasa de uno. Pero que no hay contrato que pueda suplir a la mala fe”.
Alquilaron a Gueret y empezaron a vender. El negocio fue evolucionando hasta que Lojko le dijo: “Mirá Carlitos, a este negocio lo hiciste vos, lleva tu nombre, te ofrezco mi parte. Se hizo un balance, me quedé con el negocio y el se quedó con los terrenos. En ese interín vinieron de la Regional Resistencia de la DGI”.
“Una docena de funcionarios entró al negocio. Ocho fueron al depósito a hacer el inventario y cuatro se quedaron en el local. Él llegó y celebró: ¡qué manera de tener clientes!. Noo, son de la DGI. Entonces, desapareció. Llamé al contador Edgardo Bertone, que me llevaba los papeles, lo busqué por cielo, tierra y mar, y no lo podía encontrar”.
“Mientras tanto, en el depósito, hasta los tornillos me inventariaron. Me indigné porque me sentí muy solo. Después, tuve que pagar una moratoria”, sostuvo.
Pero con semejante experiencia acumulada, este ilustre vecino intenta mostrar que “superé todos los vaivenes que se puedan imaginar. Así, desde hace 52 años. ¡Cuántas empresas mucho más importantes que la mía, se fundieron!, muchas empresas familiares no subsistieron. Yo subsistí hasta ahora, con 52 años de antigüedad”, expuso, orgulloso.
Su hijo Luis es su compañía desde los 12 años, desde cuando cursaba la primaria e iba a ayudar a su padre. “Fue a la escuela técnica y se recibió de Maestro Mayor de Obras (MMO). Después quería ser ingeniero para remodelar las casas viejas. Para eso, iba a irse a La Plata donde ya estudiaba su hermana. En noviembre le propuse que hiciera de chofer para llevar alguna mercadería y le prometí pagar 200 pesos. Cobró diciembre, enero, y dijo que cambió de idea. Me confió que le gustaba mi empresa, por lo que iba a ser licenciado en administración de empresas”, manifestó.
A sus tres hijos les inculcó siempre que tenían que hacer una carrera universitaria “porque es algo que nadie les podrá sacar, cuando cualquier empresa o negocio se funde, y la plata es como el agua que se escurre de las manos. Papá, a mí no me pudo pagar, eran otras épocas”.
Hoy Luis lleva la empresa sobre sus hombros y “yo soy como el símbolo. Si me sacan de acá, me muero, porque este negocio es parte de mi vida. Lo que remé, las cosas que me pasaron, para estar donde estamos. Lo más bravo que tuvimos que soportar fue el Rodrigazo que dejó en la calle a más de uno”.
El negocio de las joyas era auspicioso pero para dedicarse a pleno debía instalar un negocio y el tiempo era tirano. “Hablé con el director de la Oficina de Mandamiento, Aníbal Sáenz, y me pidió que me quedara, aduciendo que me necesitaba, porque era un tipo honesto, confiable. Permanecí por seis meses y pedí licencia sin goce de haberes por otros seis”.
“Al concluir, me atendió el doctor Pedro Warenycia y me dijo que tenía diez años para volver pero que sabía que no lo iba a hacer porque tenía capacidad para otras cosas. Sos un tipo emprendedor y te deseo la mejor suerte. A los seis meses renuncié y me puse a trabajar fuerte. Todos los gobiernos fueron mis clientes. Fui diplomático y acompañé a todas las gestiones”.
Una nueva vida
Formó su familia junto a Elena Ujeica, una maestra de Mojón Grande. De esa unión nacieron: Raquel Noemí, Luis Carlos y Susana Margarita -todos ex alumnos del Colegio San Basilio-, quienes le regalaron siete nietos: Pilar, Milko, Taiana, Kiara, Tisi, Francisco y Nadia.
A Elena la conoció en un baile, en Oberá, cuando ella cursaba el secundario en el Colegio Mariano, y no la volvió a ver por mucho tiempo. Cuando Staciuk vino a Posadas a cumplir con el Servicio Militar, salió a dar vueltas con otros dos muchachos y “aterrizamos en el Club Polaco. Por mi cara y mi apellido, me recibieron. Conocí a la familia Komisarski, que me invitó a ir a almorzar al día siguiente. Ahí estaba mi señora, que era pensionista de la dueña de Creaciones ‘Yaya’, que tenía que rendir una materia, y trabajaba en la casa de deportes de San Martín y Buenos Aires”. Ella se recibió de maestra, volvió a Mojón Grande y tenía doble jornada en la Escuela Nº192.
El joven le escribió una carta pero no la contestó. Al año encontró a una amiga suya que le dijo: “Escribile de nuevo que no tiene novio. Me contestó que podíamos vernos en el kilómetro 40 de Leandro N. Alem, donde se iba a realizar el baile de los maestros. Fui con la orquesta de Ricardo Ojeda. No la encontraba, hasta que alguien me dijo que iban a venir con todas las colegas pero el dueño del micro había rectificado el motor y como había mucho barro, no quería forzarlo”.
En una nueva carta hablaron del tema, y dijo que podía ir a visitarla a su casa. “Llegamos con la moto Gilera de Rubén Olivera. Vino a recibirnos el viejo, medio bravo. Olivera le dijo: Don Francisco, acá traigo a un amigo de Elena. ¿Amigo? Entonces le hablé en ucraniano y se aplacó. Para la próxima ya me ofreció la casa para quedarme a dormir.
Pasaron tres años de noviazgo, y nos casamos un 20 de febrero. Miguel Moreira, que fue mi maestro y mi patrón, nos trajo en su auto hasta Posadas y viajamos de luna de miel en el hidroavión hasta Buenos Aires, donde nos esperaba Elena Silvero, una amiga de los Tribunales, y un amigo de la infancia, que nos reservaron una habitación en el hotel Richmond, sobre calle Florida”.
Cuando volvían de la luna de miel, en el tren, se hicieron amigos de un matrimonio mendocino (Miguel y Bety Delama) que viajaba a las Cataratas en iguales circunstancias. La amistad perdura y a pesar que el hombre ya no está entre nosotros, se siguen frecuentando. La última vez que Staciuk viajó con su esposa a la tierra del buen vino, Don Miguel tenía 92
“y andaba bien. Le dije papá esperame, no se te ocurra mandarte a mudar sin que esté con vos. Al volver de la Fiesta de la Vendimia, sonó el teléfono, y Luis me dijo: murió el abuelo. Un poco en avión, otro poco en colectivo, llegué para despedirlo y cumplir con su pedido, el de descansar junto a sus padres en Las Tunas”.
Candidato a gobernador
Estando en el edificio anterior, con el regreso a la democracia, en 1983, Staciuk recibió la visita del presidente de la Democracia Cristiana quien le comunicó que en la convención lo nominaron gobernador.
“Le dije están locos, ¿cómo van a hacerlo sin consultarme? No saben en el berenjenal en que me meten. Pero como no me daban opción, les pedí poder consultar con la familia. Mis hijos dijeron: papá vos sos el que decidís. Sin más, fui a ver a monseñor Jorge Kemerer que simplificó: acá gana el peronismo o el radicalismo.
No vas a ganar, pero es un honor participar, es necesario que alguien como vos lo haga. Así que fui candidato a gobernador por la Democracia Cristiana. Luego, nos unimos al peronismo” y en el gobierno de Julio César Humada formó parte del Directorio del Instituto del Seguro.