Su nombre es Cipriano Aldana pero es más conocido como “Jojó”, personaje entrañable de la localidad de Montecarlo, parte del paisaje o folclore humano que se sumó a otros que dejaron su huella en la primera zona urbana del pueblo, como el Negro Mestraña, Mario Meza, Pocholo, Matungo y el Negro Bandera, entre otros.
En su libro “Historias de Montecarlo”, Hilarión Benítez, lo recordó “con cariñoso respeto y afecto”, y agradeció a su hermana Francisca, que permitió entrevistarla para contar la historia de su hermano convertida en leyenda y mito.
La madre de “Jojó” fue “Doña Ana” (de apellido Lutgen), nacida en 1917 en Luxemburgo, conocida por su noble oficio de lavandera en los tiempos en que la incipiente zona urbana se poblaba de empleados públicos y obreros en las décadas del 50, 60 y 70, cuando comenzaban a llegar trabajadores que vivían en hospedajes o conventillos y necesitaban de su servicio.
Lavaba con la ayuda de sus hijas en los planchones de piedra y sobre tablones en el arroyo Bonito y entregaba cada prenda prolijamente doblada, luego de ser repasada con la antigua plancha a carbón.
“Jojó” nació el 26 de septiembre de 1937 en Caraguatay. Es sordomudo de nacimiento. No obstante, su mundo de silencio no le impidió ser comunicativo y lograr hacerse entender por quienes con él se relacionaban con mayor frecuencia. Parte de lo que podía emitir al intentar hablar sonaba parecido a “jo-jó”, tal vez de allí el sobrenombre dado por la gente, pero en la familia, cariñosamente, le dicen “Papito”.
De tez blanca, físico de buena contextura, estatura mediana y firme musculatura, siempre afeitado y cabellos cortos cuidados por su hermano peluquero, De Jesús Aldana. Cuando salía al pueblo fuera de su horario laboral, lo hacía bien vestido y elegante con pañuelo al cuello.
Se ganó la vida desde niño haciendo changas como carpidor y produciendo leña con hacha que luego vendía haciendo el reparto en su carretilla, siendo ésta la estampa o imagen que más lo identificó, trajinando en la larga avenida de Montecarlo. Luego del fallecimiento de su madre, en 1985, quedó desamparado y por muchos años se afincó por la zona de los barrios Sandrín y Retiro.
Al comienzo de esta etapa de su vida, la familia Sandrín permitió que se alojara en una vivienda de su propiedad y junto al siempre solidario Cotí Morel y su esposa Alcidia, le asistían con alimentos. De a poco la casa fue siendo usurpada por otros hombres marginales, quienes con maltratos expulsaron a “Jojó”. Fue a raíz de ello que cargó su mudanza en la noble carretilla y se refugió por varios años en la parada del colectivo urbano, en la vereda casi lindante con el cementerio, frente al asilo de ancianos.
Allí soportó crudos inviernos a la intemperie, para luego ir a “vivir” debajo de un árbol en una choza con techo de hojas de palmera hecha por él, en cercanías del mismo lugar, hasta que un incendio lo dejó sin nada. Fue entonces cuando Chacurrú Gonzalez y Cachilo Helin, choferes del transporte urbano, que lo veían varias veces al día, pusieron de manifiesto su actitud solidaria, ayudándolo a construir sobre las cenizas una casita de madera y siempre le acercaban un plato de reviro y tabaco para mascar.
Desde el 2008, luego de sufrir un accidente de tránsito, vive en el barrio Sarmiento, al cuidado de su hermana Francisca y su sobrina Lidia López. En ese tiempo, en el marco de políticas de Estado de inclusión, pudo obtener el beneficio de una pensión otorgada por la ANSeS, que ayudó a tener una vida más digna.
De sonrisa permanente de hombre bueno y mirada tierna parecía cargar en su carretilla sus sueños, su sufrida infancia, su dolor y su cansancio, ante mucha indiferencia y el escaso pago por sus trabajos. Nunca fue agresivo ni protagonizó ningún hecho que le valiera inconvenientes con vecinos o la policía.
Por muchos años, aun hoy, es el centro de algunas conversaciones en reuniones de amigos, las que con el correr del tiempo incrementaron un mito. En su mundo de inocencia no habrá sabido interpretar las curiosidades de los jóvenes que se le acercaban, ni el motivo de sus rostros sorprendidos. Sólo Francisca parece entender su mundo de niño grande, sus gustos, sus tiempos, sus señas, su mirada limpia y la medida exacta de caña y tabaco negro que calme su ansiedad.
El 26 de septiembre cumplirá 83 años. El cuerpo ya no es el mismo. Tanta asada, machete, hacha y carretilla lo encorvaron e instalaron dolores y dificultades que se acrecientan día a día. El dolor y la pena también llevan en él 83 años de silencio. No obstante, aún fluye natural su sonrisa pícara, su mirada atenta y conmovedora.