Por Sergio Dalmau
Y en un momento todo cambió. El coronavirus se volvió el protagonista de nuestros días y casi no pensamos en otra cosa que no sean contagios, muertes y aislamiento. Argentina atraviesa su vigésimo cuarto día de cuarentena y si hay algo que tenemos claro es que la misma se va a alargar por varios días más. De golpe nos dimos cuenta que ya no somos tan libres y hoy extrañamos esas cosas simples que antes teníamos y no nos dábamos cuenta o peor aún, no nos importaban.
Dejamos de lado nuestras conversaciones de fútbol, ya no seguimos minuto a minuto la cotización del dólar, no analizamos las medidas que debería ejecutar el Presidente para frenar la inflación, ya no nos toca ser fiscales o jueces en algún caso del momento. Ahora hablamos de higiene, prevención y repetimos, casi sin entender del todo, que “hay que achatar la curva”. La principal preocupación que tenemos es estar bien y que nuestros familiares corran la misma suerte. Esta situación nos afecta, no llena de impotencia y refuerza nuestras angustias.
Pero es a veces en los tiempos de catástrofes y de desaliento, de pérdidas que nos acongojan, cuando descubrimos que, como decía el Nobel de literatura, el portugués José Saramago “somos ciegos que pueden ver, pero que no miran”. Descubrimos, como una luz que se enciende en nuestra vida, que éramos ciegos, incapaces de apreciar la belleza de lo natural, los gestos cotidianos que tejen nuestra existencia y le dan sentido a la vida.
Con la única obligación de quedarnos en casa, casi de la noche a la mañana tuvimos que cambiar una visita por un mensaje de texto, las juntadas con amigos por videollamadas, todavía cuesta no pasarnos la mano, no saludarnos con dos besos y mantener los dos metros de distancia.
Los que están atravesando este momento solos y lejos de su casa extrañan volver, visitar a un familiar se volvió una necesidad y poder compartir un mate con un ser querido es una de las mayores pretensiones.
Hoy estamos cansados de las películas, de las series y los planes a futuro ya no tienen una fecha precisa, todo se diagrama para “cuándo todo esto pase”. “Cuándo todo esto termine vamos a juntarnos”, “vamos a hacer un asado”, “vamos a ir la costanera” y “tenemos que vernos”, son algunas de las promesas que seguramente se han repetido es más de una conversación.
Hoy el aislamiento nos pone a prueba en varios sentidos. En principio se trata de acatar una norma, pero además de ser solidario, de protegerme y a la vez asumir la responsabilidad de cuidar al otro. Este virus nos recuerda que no estamos solos y dependemos de todos para poder frenarlo.
El encierro también nos hace pensar, reflexionar y quizás ahí nos demos cuenta que no estamos preparados para lidiar con las respuestas que podemos encontrar.
¿Cuántas veces faltamos a una celebración para quedarnos en casa mirando la televisión?, ¿Cuántas veces nos fuimos a dormir convencidos de que con un simple mensaje de texto podemos llenar una ausencia?, ¿Cuándo fue la última vez que priorizamos un momento en familia o con amigos por sobre un trabajo? Y así las preguntas podrían ser infinitas y las respuestas, verdaderas cachetadas. El encierro despertó nuestro anhelo de encontrarnos con aquel amigo o familiar al que tantas veces dejamos plantado con excusas inventadas.
Todavía no está claro cuál va a ser el costo sanitario, social y económico de esta pandemia. Hoy los contagios ya se cuentan de a centenas y la cantidad de muertos avanza a un paso lento pero constante. Vemos el sufrimiento de otros países y rogamos con todas nuestras fuerzas que en Argentina no ocurra lo mismo.
Hace días recibí un video que expresaba lo siguiente: “Aunque es inevitable que miremos a este virus con mucho recelo, debemos darnos cuenta de que puede ser una gran oportunidad para parar. En una sociedad en la que priman la productividad y el consumo se nos impone parar, pero parar de verdad. La mayoría de las personas dejó de tener esos días largos, plagados de rutinas, de hacer por hacer. De golpe tuvimos que ponerle pausa a esa búsqueda incesante por llenar nuestros bolsillos y comprendimos que lo importante y lo que nos hace felices ya lo tenemos, y está más cerca de lo que pensamos”.
Así como me sirvió a mí espero que este pueda ser un disparador para cuestionarnos muchas de nuestras acciones. Quizás comprendamos que somos ricos y no lo sabíamos.
Ese es el gran desafío al que nos enfrentaremos cuando tengamos que volver a rehacer nuestra vida y precisamente se tratará de eso, de barajar y dar de nuevo.
De la crisis sanitaria saldremos con un Estado presente y con una sociedad que necesitará estar unida, zanjando toda grieta y tirando todos para el mismo lado. Pero cuando todo pase dependerá de nosotros. Toda la angustia y el miedo que nos genera esta situación, tiene que motivarnos a forjar grandes cambios.
No habremos aprendido nada si no comenzamos a valorar la fuerza de cada abrazo, las cenas en un bar, las recorridas en un parque o una plaza. La vida es cada momento y quedó demostrado que los planes pueden desaparecer en tan sólo horas. La naturaleza nos dio una lección, los países de golpe se cerraron, el mundo dejó de estar tan comunicado y la globalización en esta oportunidad nos jugó en contra.
Ahora, mientras buscamos alguna excusa para hacer nuestro paseo diario al supermercado o nos peleamos en casa para ser nosotros los que saquen por tercera vez al perro a dar una vuelta, nos topamos con la dura realidad, esa que nos demuestra que no somos imprescindibles, que estamos de paso y que en verdad somos mucho más frágiles de lo que creemos.
Pandemias ha habido muchas, desde la Peste Negra hasta la del H1N1 hace poco más de diez años. Y si bien es muy probable que esta no sea la última, el coronavirus es el primero que detuvo al mundo. Más de tres mil millones de personas en decenas de países, sin importar el continente están al mismo tiempo en aislamiento.
De golpe reaccionamos y comprendimos que ciertas profesiones son esenciales y por un mes dejamos de idolatrar a un futbolista o a algún cantante del momento para aplaudir a doctores y enfermeros. Un día el Papa celebró solo la Semana Santa, se cancelaron las campañas políticas, los conciertos masivos y grandes eventos deportivos como los Juegos Olímpicos fueron suspendidos.
Ahora llega el momento en el cual debemos asumir que el mundo ingresará en un nuevo paradigma. Y así como por primera vez las grandes potencias priorizaron la salud por sobre la economía, tenemos nosotros que sumarnos a ese cambio.
El virus demostró que no distingue clases sociales, atacó tanto a pobres como a ricos y paradójicamente aquel “Primer Mundo” que tanto admiramos fue el más vapuleado.
Cuándo todo esto pase, no salgamos a encerrarnos en una oficina. No volvamos a guardarnos los abrazos que después lamentaremos no haber dado. El día de mañana cuando podamos volver a darnos la mano, que no sea sólo para saludar sino para ayudar a aquellos que más lo van a necesitar.
Aunque llevará mucho tiempo, llegará el momento de retomar nuestra vida, pero no deberíamos volver a hacer una “vida normal” porque eso nos haría repetir los mismos errores. El coronavirus trae consigo una nueva oportunidad y debemos aprovecharla.
Argentina
La definición de pandemia, según la OMS, incluye a la de epidemia, que es la aparición repentina de una enfermedad que afecta a gran parte de la población, pero extendida a muchos países independientemente de la letalidad.
En la Argentina, la pandemia de coronavirus es la segunda en lo que va del siglo XXI, ya que la primera fue la gripe A, en junio de 2009, causada por una variante del Influenzavirus A (subtipo H1N1). Originalmente se la llamó gripe porcina, pero la OMS decidió denominarla H1N1. En agosto de 2010 se anunció su fin y tuvo una mortalidad baja, en contraste con la amplia distribución del virus, causando unas 19.000 víctimas fatales. En Argentina hubo 626 muertos.
Nuestro país no estuvo ajeno a padecer estos estragos, ya que, desde su fundación, la ciudad de Buenos Aires sufrió periódicamente devastadoras epidemias que la prensa llamaba “pestes”. La viruela y el tifus fueron las que más azotaron a la población del Río de la Plata, potenciadas con el tráfico de esclavos que trajo consigo la peste bubónica y el cólera durante el siglo XVIII.
Pero la epidemia que marcó un antes y un después fue la de la fiebre amarilla en Buenos Aires, especialmente en 1870 y 1871. Hubo días en los que en la ciudad murieron más de 500 personas, con un total aproximado de 14.000 muertos.
Por otro lado, en 1956, se produjo la mayor epidemia de poliomielitis o polio, con 6.496 casos notificados de una enfermedad que causaba la muerte o dejaba una severa discapacidad.
La gota que llenó el vaso
A lo largo de la historia, en el mundo se han presentado otras pandemias y epidemias. La más mortífera hasta hoy fue la viruela, que provocó unos 300 millones de fallecimientos, dejó secuelas en los enfermos y fue erradicada hace 40 años.
La segunda fue el sarampión, que provocó hasta hoy 200 millones de muertos en el mundo, según cifras de la OMS, cuyo contagio, al igual que el ébola, se previene con vacunación.
La tercera fue la peste bubónica, que estuvo activa hasta 1959 y provocó la muerte de más de 12 millones de personas, mientras el tifus dejó más de 4 millones de fallecidos, pero no supone un peligro en el mundo moderno.