Tal vez surgen de fantasías dormidas que nos llevan hacia otro lugar, transformando nuestro presente que se tornará de otro color. O quizás añoranzas que por un momento intentan ser reales.
Esto le ocurría a un viejo baqueano mientras encendía su cigarro, recostado en la proa de un humeante barco, mientras se preparaba para mirar los incesantes destellos que mostraba el sol de otro atardecer sobre las aguas del callado río. De pronto, sus pensamientos se sumergían en las rojizas aguas. Sin atreverse a mirar hacia la orilla pensando que podía volver a ver a esa mujer sentada sobre una piedra esperando que lo saludara. Incluso hasta el viento lo engañaba trayéndole el sonido de su pícara sonrisa y sus negros ojos que parecían estar enamorados.
Pero el orgullo de las aguas le prohibió a aquel hombre decir siquiera un adiós, ni la posibilidad de retornar en aquel puerto como esos tantos de donde partió.
Todas las tardes se recostaba por la barandilla como un ritual que le permitía pasar el tiempo.
Cuando la tarde llegaba a su ocaso, él miraba las luces que se encendían en las humildes casas que se encontraban en la orilla, en ocasiones, parecía verla de espaldas preparando algo en una cocina de tablas, incluso podía sentir el olor a leña y su crujir mientras se quemaba. Otras veces, el vuelo de esas aves que regresaban al nido lo interrumpía en sus pensamientos y cuando volvía la vista, aquella imagen se había ido. Entonces volvía a imaginar su cuerpo sobre aquella cama donde ella lo esperaría abrazada a su almohada, tal vez estaría con alguien que la sintiera su puerto seguro y que no tuviera que elegir; entre aquella mujer y las temerarias aguas.
Así era la rutina en aquel río cuando terminaba una intensa jornada, llevando pesadas cargas que eran valiosas para otras personas.
Mientras pensaba, tocaba sus ásperas manos donde estaba escrito todo el sacrificio que llevaba su vida mientras navegaba, rumbo a otro puerto en busca de fortuna o simplemente algún bodegón con una buena botella que compartiría con algún amor fugaz, que lo despediría por la mañana.
Aquel rincón era como un confesionario donde se enfrentaba con la distancia y con aquella ilusión que se quedó en tierra firme, llamándolo para echarle en cara todas esas noches de ausencias, pero que terminaban hundiéndose en aquellas aguas que se tornaban cada vez más oscuras.
Sus compañeros de abordo lo conocían y lo dejaban en ese momento a solas con sus recuerdos porque más tarde en la noche, él volvía a ser ese hombre alegre que les sacaba una sonrisa con sus historias y bromas que contaba alrededor de una sobremesa, mientras escuchaba las melodías de una guitarra que le sacaban un “sapucay” dentro del pecho como una rabia.
Finalmente, apagó su cigarro y se sorprendió al ver un cielo inmenso cargado de estrellas, junto a un cálido viento que lo despeinaba, se dio cuenta que aquel viejo barco y el ancho río era lo que más quería, quizás porque era lo único que conocía o sentía la libertad de que su alma nunca estaría amarrada al amor en ningún puerto.
Así pasaron los años y el hombre se enamoró de ese río, donde todas las tardes se recostaba para recordar aquello que nunca fue, pero siempre ha querido.
Por Raúl Saucedo
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