Michel Foucault –uno de los mayores filósofos contemporáneos- dijo que la cárcel es simbólica, que la función real del sistema punitivo es el control configurador o positivo que es aquel que se ejerce sobre todos.Esta función es esencial en la denominada por Foucault sociedad disciplinaria, y que es en verdad una forma de poder que es detentado no por la agencia judicial sino por una serie de poderes laterales que se estructuran por las agencias de seguridad (policía) y las demás instituciones de vigilancia y corrección. Este panoptismo es una forma de saber que se sustenta en la vigilancia, se trata de vigilar permanentemente a los individuos y como señala Foucault, “vigilancia permanente sobre los individuos por alguien que tiene un poder que porque se ejerce, tiene la posibilidad no sólo de vigilar sino también de constituir un saber sobre aquellos a quién vigila” (1998:100).Este modelo disciplinario tiene por objeto el control del otro, que representa todos los riesgos sociales emergentes de las inequidades que la propia dinámica o sistema produce. Es necesario entonces la constitución del miedo al extraño, al diferente que además habita entre nosotros. Estas prácticas no son nuevas, siempre es necesario un “ellos” para constituir un “nosotros”; así –a modo de ejemplo- la segunda inquisición medieval necesito de brujas y demonios para lograr el control de la mujer en busca de la unificación cultural europea imprescindible para lanzarse a la conquista del “mundo nuevo” (Muchembled: 2003). Gitanos, judíos, homosexuales le fueron funcionales al nacional socialismo para la constitución de la Gemeneinschaft (comunidad) germana, el “Satán” del marxismo serviría en la posguerra para habilitar agresiones externas o internas, llegando al paroxismo de la dictadura de los 70 en Argentina. La “guerra contra las drogas” instaurada por Nixon a principios de los 70 fueron las nuevas leyes de “Jim Crow”, llevando a Estados Unidos a ser el “campeón” de la criminalización con casi 800 presos cada cien mil personas. Hay más negros en cárceles que en las universidades. El narcotráfico como fenómeno criminal trasnacional fue diseñado por los think tanks de Nixon, en principio como medio para contener los intensos movimientos por los derechos civiles de mediados de los años 60 y la reacción contra la guerra de Vietnam. Con la llegada de Reagan, a principios de la década del 80, el proceso de criminalización de la población negra se aceleró hasta alcanzar los extremos actuales. Al mismo tiempo, la hegemonía planetaria impulsó un nuevo modelo de intervención. Ahora bajo la excusa de la guerra contra las drogas, todos los países debieron seguir las directrices policiales para “obturar” este nuevo riesgo, aceptando la injerencia explicita de las agencias del Gobierno federal estadounidense. A partir del 11 de septiembre de 2001 el proceso de control y exclusión llegó a extremos paroxísticos, se destruyeron países completos. La matanza de poblaciones excluidas se realizó sin que la comunidad internacional reaccionara siquiera tímidamente.Hábilmente se confundieron los términos “terrorismo” –que no se sabe bien qué es– con “narcocriminalidad”; las policías civiles se militarizaron y los ejércitos se policiazaron. De tal modo se construyó un nuevo “enemigo interior” como estrategia de control de “los peligrosos”, los excluidos.Jonathan Simon denominó a estas prácticas “Gobernar a través del delito”, situando el origen de estas prácticas en la década del 60. Las familias, la escuela, lugares del trabajo y las comunidades son gobernadas a través del delito. Todos los riesgos y temores de la sociedad se reducen a uno: el temor al delito. De este modo problemas que requieren gastos y tiempo para superar se resuelven simbólicamente apelando a “lo punitivo” que, naturalmente, no resuelve nada pero permite descargas de pulsiones sociales negativas (Simon: 2011).Nuestro país desde mediados de la década del 90 ha comenzado un derrotero de gobernanza a través del delito –azuzado especialmente por la televisión– que dio por resultas el crecimiento del 200% de personas encarceladas en dos décadas. La cantidad de detenidos “por las dudas” (sin condena) es igual que a 1983; es decir, el aparato punitivo tiene los mismos rasgos autoritarios de la etapa más oscura de nuestra historia contemporánea. El Código Penal ha sido reformado en forma permanente aumentando las penas en forma absurda al extremo de violar los tratados que Argentina ha firmado. Nuestro país tiene la estadística –junto a Chile y Uruguay– más baja de criminalidad en Latinoamérica –el subcontinente más desigual del mundo-. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires tiene una media de 5,5 homicidios cada cien mil personas, entre las tres más bajas del subcontinente. Ninguna ciudad Argentina integra la escala de las 50 ciudades más violentas del mundo. A modo de ejemplo, obsérvese este ranking: San Pedro de Soula (Honduras) va al frente con 171,20 muertes cada cien mil personas, le sigue Caracas y en tercer lugar Acapulco (México) con 104, Cuatro ciudades de Brasil integran esta lista (Maceio, Fortaleza, Natal y Porto Alegre), cuatro ciudades de Estados Unidos (Saint. Louis, 53,06; Detroit, 49,93; New Orleans, 39,61; y Baltimore, 33,92). (Forbes: enero 2015). Argentina no produce drogas, es país de tránsito y consumo; no es un país belicista, no tiene conflictos militares –además está al límite de carecer de fueras armadas-, en consecuencia es necesario construir el temor, “crear los miedos” de tal modo los medios de comunicación –especialmente la televisión del “país central”- devienen esenciales en la construcción del temor.La administración actual ha puesto en la centralidad discursiva a “lo criminal”, acompañado por los medios del “país central”. Esta estrategia implica varios riesgos: en primer lugar, si la administración sobreactúa en el uso de “lo punitivo y la seguridad” redunda necesariamente en un cambio en la relación entre las agencias policiales y los sectores vulnerables habilitándose un mayor uso de violencia estatal. Como dijera W. Thomas, “si los hombres definen las situaciones como reales, son reales sus consecuencias”. En segundo término, tales prácticas son de corto alcance. Las normas dictadas a partir de los discursos de emergencia integran el denominado derecho penal simbólico, cuyo objeto es inmediato. Ocurre que la tensión social o “la realidad óntica” en algún momento desborda, entonces se limitan los discursos y se instaura el estado penal. El debilitamiento del welfare state (estado de bienestar) necesita su correlación disciplinante en un aumento del control. El control blando de la mercantilización extrema con su carga de inseguridad laboral, aceptación de condiciones de empleo precarizadas requiere un control por abajo o duro de los ex
cluidos con un creciente control configurador, estigmatización de la marginación y mayores posibilidades de encerramiento. De tal modo, el discurso constructor de la realidad emergente de los medios de comunicación, la creación de un nuevo objeto amenazante objetivado en el concepto de inseguridad, permite un creciente proceso de control y criminalización de quienes quedan fuera, de los excluidos.
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