Por: Griselda Esperanza Quinteros
Ese día el frío era tan hijo de mil que ni el brasero con chipas podía ablandar los huesos. No era negro, no era lluvioso: era ese frío misionero que se mete hasta en las muelas, que te aprieta las rodillas y te deja la boca echando humo como motor viejo de colectivo, avisando que estás más cerca de fundirte que de entrar en calor. La casa olía a humo y humedad, a guiso del mediodía y a ansiedad recalentada.
El mate ya era un agua tibia, con gusto a palo viejo, pero lo seguíamos pasando como si en esa calabaza despintada estuviera la única posibilidad de que todo terminara bien.
Desde las tres de la tarde hasta las ocho de la noche, el reloj de la computadora marcaba los segundos como si fueran martillazos. Cada minuto se estiraba hasta volverse insoportable.
La panza me crujía como si tuviera piedras adentro y el teléfono era mi único rosario: lo miraba, lo apagaba, lo volvía a mirar, esperando que un mensaje me diera permiso para respirar. El corazón golpeaba como motor de colectivo viejo subiendo la barranca del puente Garupá, con ese traqueteo que hace pensar que en cualquier momento se va a desarmar.
Mi hermana no ayudaba mucho desde la clínica, me mandaba mensajes como parte policial, “prepárale algo calentito”. Yo, desde la casa, obedeciendo órdenes que no servían para un carajo, con el mate lavado, mientras devoraba la heladera.
Ellas allá, tragando frío en la sala de espera como si cada puerta fuera la entrada polar. Yo acá, masticando cutículas y skrolleando el celular.
Porque no era una gripe ni una muela de juicio. Era esa cosa que a veces se disfraza de culebra listada, que asusta, pero no mata, y otras se planta como una yarará, lista para saltar. Y uno ahí, esperando, sin saber qué veneno le va a tocar.
Entendí que acompañar no es dar ánimo ni decir frases de calendario, es bancar la guardia como una enfermera fantasma, sin uniforme, sin sueldo y con la cabeza repleta de escenarios que te hacen mierda antes de empezar. Nos miramos sin hablar.
El aire era tan espeso como barrial Candelariense. Mordí el labio hasta que se paspara y cada palabra que salió de su boca fue un sismo, primero escala 5, después 6, hasta que en el 7,9 me temblaron las piernas.
Nadie necesitaba un sismógrafo para darse cuenta de que lo que acababa de entrar a la casa no se iba a apagar ni con un brasero ni con veinte termos de mate, como tampoco se apaga el calor infernal de enero en Misiones, cuando se corta la luz y quedás a oscuras, sin ventilador, siendo tenedor libre de los mosquitos.
¿Qué hice yo? Lo único que me salió, disfrazar de rosa lo que en realidad era una tayuyá. Solté un par de palabras endulzadas que no curaban nada, pero que al menos daban la ilusión de que servía para algo más que cebar agua. Ella no dijo “benigno”, no levantó la voz. Solo se metió en su pieza, se acostó, y dejó que las lágrimas corrieran solas mojando la almohada.
Yo me quedé en la cocina con el caloventor secándome los ojos y el eco de sus palabras rebotando. Contesté a mi hermana con lo único que podía escribir: – Ahora no sé qué vamo’a hacer.
Después me quedé ahí, tragando saliva, con el ceño fruncido, esa mezcla de miedo y risa que solo aparece cuando sabés que lo peor ya no es un rumor. Entre la tristeza y la ironía, me di cuenta de que acompañar no tiene gloria, es esperar, morderse la pielcita de los dedos, revisar el celular como un idiota y rezar en silencio, aunque no creas en nada.
Y sí, en Misiones el frío no perdona; de fondo, el ruido de los camiones en la ruta cuando está helando lo hace todavía más pesado. Esa noche entendí que el verdadero terror no lo inventó Quiroga sino que estaba ahí, con olor a lavandina y miedo, en una sala de espera donde cada silla era más hostil que la selva misma.
No hacía falta un almohadón de plumas para esconder un parásito invisible. Bastaba con ese silencio pegajoso, con ese médico abriendo la puerta y mirándote fijo, para saber que el bicho ya no merodeaba afuera, sino que se había instalado adentro, silencioso, alimentándose despacio, como en uno de esos cuentos que nunca querés protagonizar.
Seudónimo: La Coneja





