Por más que el Gobierno nacional insista en presentarlo como un “acto de racionalidad económica”, el ajuste tarifario ejecutado desde diciembre de 2023 terminó convirtiéndose en una de las experiencias más regresivas de los últimos años.
En nombre del “equilibrio fiscal”, la administración de Javier Milei desnudó un modelo que, en los hechos, transfirió el peso del sinceramiento energético a los sectores medios urbanos que, en apenas 22 meses, pasaron a pagar 900% más en servicios públicos.
El relato oficial se ampara en una caída del 46% de los subsidios durante el año, cifra que suena como triunfo contable pero esconde un drama cotidiano: jubilados con casa propia que no llegan a cubrir las facturas, familias que deben elegir entre gastos de primera necesidad, y trabajadores formales cuyo salario perdió toda proporción frente a la inflación energética.
La paradoja es que el ajuste se aplicó en nombre de la equidad: se prometía terminar con los subsidios concentrados en el AMBA, pero el resultado fue una fractura más profunda entre clases y territorios.
Los sectores más humildes siguen recibiendo una cobertura estatal directa, pero el segmento medio, el que paga impuestos, sostiene el consumo interno y apenas sobrevive al crédito, se quedó sin red.
Es el nuevo “contribuyente castigado” de un modelo que mide eficiencia por planillas y no por vidas.
Los datos del Observatorio de Tarifas y Subsidios del IIEP (UBA–CONICET) lo ilustran con crudeza: tarifas por encima del 500% en menos de dos años, inflación del 171% y un sistema de costos que se cubre solo en un 50% con pagos de los usuarios.
La mitad restante sigue dependiendo del Estado, aunque ese Estado ya se retiró del debate público y de la protección social.
Lo que Milei presenta como “desaceleración” del aumento en 2025 no es otra cosa que un nuevo piso de desigualdad consolidado.
Porque el sinceramiento, cuando se aplica sin gradualidad ni conciencia distributiva, deja de ser una medida técnica para transformarse en un castigo político.
Y detrás de cada factura que vence, hay una certeza: los balances podrán cerrar en los despachos oficiales, pero las cuentas de los hogares argentinos ya están definitivamente en rojo.





