“Todo arrancó más o menos allá por los años ‘80, tendríamos 9 o 10 años. Éramos los primeros chicos del barrio nos conocimos ahí. Luego se fue dando la amistad de manera natural”, relató a PRIMERA EDICIÓN Ezequiel Martín Castaño, uno de los integrantes de un grupo de amigos que, en casi cuatro décadas, se transformó en una verdadera hermandad.
El escenario inicial fue el barrio. Primero, las juntadas de la infancia: tardes de juegos, partidos de fútbol improvisados, carreras en bicicleta. Después, la adolescencia los encontró en distintas escuelas: Ezequiel fue a una técnica, mientras que otros eligieron el bachiller o el comercial. Esa diversidad no los alejó, sino que sumó nuevos amigos.
“Se empezaron a unir algunos chicos más, compañeros míos de la técnica, otros de los comerciales, y así fuimos armando un grupo grande”, contó el hombre a este Diario.
Quien recordó aquellos sábados y domingos convertidos en territorio exclusivo de las salidas todos juntos. Las célebres juntadas fueron un ritual ineludible.
“Teníamos todos los estilos: el fachero, el que se pasaba de copas y había que llevarlo de regreso, los que siempre estaban prendidos a la música. Era un mosaico de personalidades, pero todos unidos por lo mismo: la amistad”.
Al terminar el secundario, cada uno tomó su propio camino, pero los lazos nunca se rompieron. De hecho, a lo largo de los años, los amigos coincidieron en el trabajo.
“Tuve la suerte de compartir empleo con varios. En un registro automotor con uno, en una ferretería con otro. Incluso cuando estábamos en el secundario, salíamos a repartir en moto. Hubo un vínculo laboral que reforzaba lo personal”.
Con el tiempo, cada cual formó su familia y lo único que nunca se logró fue unir del todo a las esposas. “Sin embargo, eso no impidió que nosotros mantuviéramos lo nuestro”.
En 2004, ya la mayoría con hijos pequeños y las responsabilidades propias de la adultez, tomaron una decisión que cambiaría la dinámica del grupo: reunirse el último domingo de cada mes, sin excusas.
“Y así lo hicimos, ininterrumpidamente hasta la pandemia”, prosiguió Ezequiel. La llegada del COVID-19 alteró todo. Las reuniones no pudieron sostenerse, aunque nunca se perdieron gracias a la virtualidad.
“Antes de que empezara el aislamiento logramos hacer un viaje todos juntos, lo cual es muy difícil siendo tantos”. Ese antecedente fue en 2019, cuando decidieron pasar Año Nuevo en Chascomús: “Pasamos dos días juntos. Fue algo muy lindo. Nos reencontramos todos, algo que pocas veces ocurre”.
Pero, este septiembre de 2025, un hecho inesperado los llevó a repensar las prioridades: “Un conocido del barrio, de nuestra misma edad, falleció. Eso nos golpeó fuerte. Dijimos: ya estamos todos con 50 años , tenemos que dejar huella”.
La chispa la encendió uno de los amigos que había visitado una isla cercana de Misiones. El lugar le fascinó y propuso que lo conocieran todos juntos. La idea prendió rápido. “Compramos los pasajes, arreglamos el hospedaje, juntamos la plata y salimos”.

Cada uno pidió una semana en su trabajo y se embarcaron en lo que, a todas luces, fue una aventura inolvidable: “Fue una experiencia que no vamos a olvidar nunca. Nos recordó a aquellas vacaciones de los ‘90, cuando íbamos todos juntos a pasar algunas semanas a la playa”.
La nostalgia se hizo presente de manera especial: recrearon una foto de 1992, tomada durante unas inolvidables vacaciones todos juntos. Treinta y tres años después, volvieron a posar en una imagen similar, como si el tiempo no pasó. El viaje coincidió con los cumpleaños de Ezequiel y de Gastón: “El 25 de septiembre fue el de él y el 28 el mío. Celebrarlo juntos, en ese lugar y con todos, fue algo único”.









