En el entramado profundo entre cuerpo, territorio y conciencia, los sentidos no son meros receptores pasivos: son portales vivos que nos vinculan con lo que somos y con lo que nos rodea. El olfato que evoca memorias, el tacto que reconoce texturas del monte, la vista que descifra paisajes, el oído que escucha el murmullo del agua, el gusto que revive saberes culinarios… Cada sentido es una vía de acceso al mundo, y también una vía de retorno al sí mismo.
Cuando estos canales se alteran -como ocurre en diversos trastornos neuropsicológicos- el vínculo con el entorno se fragmenta. Personas con trastornos del espectro autista, ansiedad sensorial, depresión o deterioro cognitivo experimentan el mundo de forma distinta, a veces dolorosa, a veces hipersensible, a veces desconectada. Sin embargo, en esa diferencia también hay posibilidad: posibilidad de diseñar entornos que sanen, que sostengan, que agraden.
Aquí es donde los servicios ecosistémicos adquieren una dimensión terapéutica. No solo proveen agua, alimentos o regulación climática: también ofrecen experiencias sensoriales restaurativas. Un bosque no es solo un sumidero de carbono: es un espacio de regulación emocional, de estimulación multisensorial, de reencuentro con el ritmo vital. El canto de un ave puede ser un ancla para la atención plena; el aroma de una planta nativa, un regulador del sistema límbico; la textura de una corteza, una herramienta para la integración sensorial.
Este enfoque nos invita a repensar las bioeconomías desde una ética del agrado y del cuidado. No como mercados extractivos, sino como sistemas vivos que regeneran vínculos, saberes y cuerpos. Una bioeconomía sensorial puede incluir la producción de aceites esenciales que calman la ansiedad, alimentos ancestrales que nutren la memoria, experiencias ecoturísticas que activan la percepción y el asombro. Cada producto o servicio no solo tiene valor económico: tiene valor existencial.
Aquí resuena el “ser-ahí” (Dasein) de Heidegger: ese estar-en-el-mundo que no es abstracto, sino encarnado, situado, abierto al acontecer. El ser humano no es un sujeto aislado, sino un ser que habita, que se deja afectar, que coexiste con lo otro. En contextos de ecosanación, el Dasein se vuelve un “ser-con”: con el bosque, con la comunidad, con la memoria ancestral, con el cuerpo que busca alivio. Y ese estar-con puede sostener el agrado, entendido no como placer superficial, sino como armonía entre percepción, emoción y entorno.
El sostenimiento del agrado implica diseñar territorios que no solo sean productivos, sino también sensorialmente amables, emocionalmente seguros, culturalmente significativos. Implica reconocer que la restauración ecológica también puede ser restauración perceptiva, afectiva y espiritual. Que el monte puede ser terapeuta, que el río puede ser guía, que la biodiversidad puede ser medicina.
Así, los sentidos se vuelven brújulas para la regeneración. Los trastornos neuropsicológicos, lejos de ser obstáculos, se convierten en llamados a crear entornos más sensibles, más diversos, más humanos. Los servicios ecosistémicos se resignifican como aliados del bienestar. Las bioeconomías se transforman en tejidos de reciprocidad. Y el ser-ahí se despliega como presencia plena, como estar en el mundo con agrado, con propósito, con cuidado.
Anahí Fleck
Magister en Neuropsicología. 0376-154-385152








