Aquellos pioneros que abrieron camino en el universo digital -los primeros en programar, navegar y comunicarse en línea- hoy transitan la etapa de la vida en la que el deterioro cognitivo comienza a ser una posibilidad real. Durante años, se tejieron teorías y conjeturas sobre cómo ese temprano vínculo con la tecnología influiría en su forma de envejecer. Ahora, la investigación científica empieza a ofrecer respuestas concretas y medibles.
Hoy por hoy, esa generación cumple 50 y la evidencia empieza a contar otra historia. Un reciente metaanálisis publicado en Nature Human Behaviour, que recopiló datos de más de 400.000 personas mayores de 50 años, confirma algo que muchos intuíamos desde la experiencia: el uso cotidiano de la tecnología puede ser un aliado poderoso para mantener viva la mente.
Un 58% menos de probabilidad de desarrollar deterioro cognitivo entre quienes usan dispositivos digitales diariamente no es un dato menor. Es una señal clara de que los clics, lejos de confundir, pueden también estimular.
Esta afirmación no es una oda ingenua a la digitalización. No se trata de empujar sin matices a la nube ni de romantizar las pantallas. Se trata de entender que, en el camino del envejecimiento, la conexión -mental, emocional y social- es una brújula imprescindible. Y que las herramientas tecnológicas, bien utilizadas, pueden ser parte de ese mapa.
Aquí entra en juego un concepto que me gusta especialmente: la reserva cognitiva. Lo desarrolló el profesor Yaakov Stern y sostiene que el cerebro, incluso ante el deterioro, puede encontrar rutas alternativas para seguir funcionando. La tecnología, entonces, no es solo una prótesis funcional -que nos recuerda citas médicas o nos guía por una calle-; es también una gimnasia mental cotidiana. Leer noticias, buscar recetas, compartir fotos con nietos, aprender algo nuevo en un video: todo eso activa redes neuronales, emocionales y afectivas. En definitiva, nos mantiene en movimiento.
Desde el campo de la convivencia y la gestión de conflictos, encuentro una enseñanza valiosa para reflexionar ya que muchas veces, los desacuerdos sociales nacen del miedo a lo nuevo. En este sentido, los mayores, nos enseñan con su humildad frente a lo desconocido, que es posible reconciliarse con la transformación. Que no hay edad para aprender. Y que integrar la tecnología no significa perder la identidad, sino ampliar la posibilidad de seguir eligiendo.
Pero claro, la tecnología no obra milagros por sí sola. Su potencia depende del entorno humano que la habilite: una nieta que enseña a usar el celular con paciencia, un centro de día que ofrece talleres digitales, un vecino que acompaña sin subestimar. La inclusión digital es también una forma de cuidado colectivo.
Entonces, ante cada gesto torpe frente a una pantalla, celebremos el intento. Frente a cada selfie mal encuadrada, abramos una sonrisa. Porque en ese esfuerzo hay algo más que aprendizaje técnico: hay dignidad, hay deseo de seguir participando, hay un clic -literal y simbólico- que nos recuerda que envejecer también puede ser una aventura.
Dra. Valeria Fiore
Abogada-Mediadora
IG: valeria_fiore_caceres








