Pintar no es simplemente aplicar colores sobre una superficie; es un acto íntimo, un lenguaje sin palabras que revela, a veces sin querer, aquello que llevamos dentro. Cada trazo, cada mancha, cada elección de forma y tono, responde a una pulsión que nace desde lo más profundo. De algún modo, siempre pintamos lo que somos o lo que anhelamos ser.
Cuando un artista elige representar un yaguareté, no se trata solo de una admiración estética por la figura del felino. El yaguareté, con su andar sigiloso, su mirada intensa y su energía contenida, simboliza fuerza, poder y conexión con lo instintivo. Quien lo plasma sobre un lienzo, quizás busca reconectarse con esa parte indómita que habita en su interior, o necesita recordarse que la fortaleza también puede ser silenciosa. La imagen del animal entonces se vuelve una proyección: el reflejo de una fuerza interna que tal vez no se muestra en la vida cotidiana, pero que encuentra libertad en el gesto pictórico.
Por el contrario, un paisaje sereno, con cielos amplios y aguas quietas, suele hablar de una búsqueda de paz. No siempre porque el pintor la haya encontrado, sino justamente porque la necesita. Ese horizonte que se pierde en la distancia, los verdes apacibles, las sombras largas al atardecer… son manifestaciones de un deseo: el de calmar la mente, de detener el ruido interior. Pintar un paisaje tranquilo es, muchas veces, un modo de respirar a través de la pintura.
Incluso cuando la obra es abstracta, cuando no hay figuras reconocibles ni escenas claras, hay algo del artista allí. La forma en que se organiza el espacio, la intensidad de los contrastes, los ritmos que se crean entre manchas y líneas, dicen mucho sobre su estado emocional. Hay abstracciones que gritan, que sangran, que estallan. Otras, en cambio, se deslizan suavemente, como si acariciaran el ojo. Cada una revela una vibración interna, una frecuencia emocional que se traduce en color y forma.
La pintura, entonces, se convierte en espejo. Pero no un espejo que muestra el rostro, sino uno que refleja lo invisible: pensamientos, emociones, memorias, tensiones, deseos. No hay obra inocente. Aun la más sencilla guarda un sentido profundo. Una flor no es solo una flor: puede ser una evocación a la infancia, un símbolo de fragilidad, un homenaje silencioso. Un cielo nublado puede ser un duelo o una espera.
Por eso, mirar una obra es también mirar al artista. Y cuando ese artista somos nosotros mismos, el acto de pintar se transforma en un diálogo interno. A veces no sabemos por qué elegimos un tema, pero al observar el resultado final descubrimos que estaba ahí por algo. Que nos habló antes de que pudiéramos nombrarlo.
Así, cada pintura que creamos es una pequeña confesión. Algunas veces alegre, otras veces melancólica, otras llenas de preguntas. Pero todas, sin excepción, llevan nuestra huella. Porque aunque pintemos un animal, un rostro, un árbol o una línea, lo que realmente pintamos es el rastro de lo que sentimos. El alma hecha imagen.
Claudia Olefnik
Artista plástica
WhatsApp 0376-4720701








