Alberto Pitana (75) recuerda con nostalgia aquel emporio construido por su padre, Eliezer “Barón” Pitana, en torno a “La Corpeñita”, por aquel entonces, la panadería más grande de la zona de Corpus Christi, de la que toda la familia formó parte.
Vivían en colonia Cazador, cuando adquirió el comercio a Don Ramón Larraburu, un retirado de Gendarmería. Cuando vinieron al pueblo -por Corpus-, Alberto tenía apenas ocho años e ingresó a la Escuela 16 para cursar primer grado superior seguir hasta terminar sexto (antes fue a la Escuela 31, del barrio conocido como “Los Pitana”, donde su abuelo, Eleodoro Toledo, papá de su mamá, era el director).
Cuando tenía 12, fue un mes a la secundaria de Gobernador Roca, pero “me parecía que mi cabeza no andaba para el estudio. Le dije a papá que no iba a estudiar, que le iba a hacer gastar en balde. Y contestó: bueno, ahí te espera todo esto y me mostró las latas, las zorras -estructura metálica con ruedas, diseñada para transportar bandejas con productos-, tenía que limpiar todo para poner los panes. Así que desde los 12, ya estaba trabajando en la panadería. Antes no había eso que las criaturas no podían trabajar, te enseñaban de chico y uno le agarraba el gusto. Y eso hoy no se ve”, lamentó.

Sostuvo que “antes había que poner el lomo entre todos, parejo. Mis dos hermanos mayores eran repartidores y los dos más chicos trabajábamos adentro de la cuadra, que era el espacio en el que trabajaban los obreros. Papá tenía, por turno, de siete a ocho personas. Era una labor de 24 horas, no se paraba. Es que era el único panadero de la zona. En Jardín América estaban los Osorio, que eran primos suyos”.
Aseguró que “se hacía muchísimo pan. El horno no paraba. Tiene más de cien años, está hecho de piedra de las Ruinas Jesuíticas y está impecable. No sé quién lo habrá hecho porque Larraburu ya había comprado a otro dueño. Está para seguir trabajando porque al piso ya lo reformé, mandé a poner ladrillo prensado sobre arena. Es un material muy caliente, no se enfriaba nunca. Para limpiarlo había que parar una semana antes”.
Pitana contó que la harina llegaba por barco hasta Puerto Maní desde Molinos Río de la Plata, de Buenos Aires. “Barón” compraba tres mil bolsas de 70 kilogramos y Don Elías Mazal, que también vivía en el pueblo, otras dos mil. “O sea que traían en el barco cinco mil bolsas y se repartían”.
A la vuelta, donde se encuentra el negocio de su hijo “Chino”, estaba el depósito donde cabían las tres mil bolsas apiladas hasta el techo. “Traían en un camioncito por 50 bolsas por lo que había que hacer varios viajes. La grasa venía en barriles de madera, similares a los toneles de vino. Papá le compraba a Mazal y desde el negocio, que quedaba a unas cuadras, los traía rodando. Siempre compraba por cantidad para que no faltara”, aseveró Pitana, cuyos bisabuelos paternos llegaron de Italia en barco.
Además del personal que rotaba cada ocho horas, los hijos se ocupaban de la limpieza y de engrasar las latas. “Como mamá (Elisa Toledo) cocinaba solita para todo el personal, los dos más grandes eran sus ayudantes. Cuando crecieron, quedaban dentro del negocio o salían a repartir, los dos más chicos ocupamos sus puestos. Uno lavaba, el otro secaba. Los sobrinos de papá también trabajaban aquí por lo que en casa dormían entre 10 y 12 personas en una pieza”, agregó.
El pan dulce esperado

Durante el año se iban juntando las latitas de aceite de auto de un litro para elaborar el pan dulce de medio kilogramo y las latas de leche Nido, que eran la medida exacta para el pan dulce de un kilogramo.
“Eran latas, no había moldes. Papá las limpiaba con tiempo para poder fabricar esa exquisitez. En ese tiempo la levadura era muy escasa, entonces dejaba un puño de masa madre del día anterior, que fermentaba, y con esa masa volvía a hacer todo el amasijo otra vez. Y así para cada turno que entraba quedaba el trozo de masa para seguir trabajando. Así se arreglaba, era un genio”, añadió.
Sostuvo que su padre “nunca tuvo ambición porque, de lo contrario, hubiera sido dueño del pueblo porque no le faltaba dinero. Cuando fue quedando más grande, fue dejando la panadería para los cuatro hijos: Oscar, Pedro, Mario y Alberto”.

“Como los otros no quisieron seguir, se retiraron de la sociedad. Después que nos casamos con Carmen, me quedé solo como panadero y fue así por casi 50 años. Para esa época ya había panaderías por todos lados y el trabajo fue mermando. Finalmente, mi señora era la panadera y yo hacía de repartidor. Después hubo cada vez más competencia, hasta que llegó la pandemia y problemas de salud severos. Tenía que tener cuidado para no contagiarme el virus. Dije a mi señora, si queres seguir trabajando en la panadería, búscate un repartidor. Porque yo no salgo más, voy a pensar en mi salud. Se producían contagios, la gente se moría. Gracias a Dios, la enfermedad desapareció”.
En 1983, cuando se produjo una gran inundación en la provincia, los puentes que iban a las colonias Puerto España, Gisela, estaban bajo agua. “No se podía cruzar, tenía que hacer desvíos por chacras ajenas para llevar el pan a los bolicheros. La consigna era que no le falte el pan. Era una delicadeza que nos enseñó papá, de cumplir, el panadero debía entrar. Y el almacenero era muy estricto. No iba a bajar mercadería de otro, mezquinaba a su proveedor. Yo tenía su escuela. Podían aparecer cien panaderos, pero los negocios no iban a cambiar a los suyos. Así que llueva o no, nosotros buscábamos la manera de estar. Así trabajábamos, con una camioneta vieja, íbamos llegando a cada boliche. A veces llegábamos tarde porque me quedaba patinando y me sacaban con el tractor. Pero como me conocían de tanto tiempo, me esperaban”, relató.

Las tortas más fabulosas
A los 14 años, Carmen Mercedes Rodríguez (70) comenzó a trabajar en un negocio que está frente a la plaza. A los 19 se casó con Alberto, pero siguió en la actividad hasta que nació “Chino” -también son padres de Rosana y Laura-. Al poco tiempo, “entré a la panadería, que era algo que me gustaba mucho. Sufrí mucho cuando tuve que dejar, la llegada de la pandemia me hizo decidir”, relató emocionada.
Añadió que “criamos a los chicos, los hicimos estudiar, todo con el sustento de la panadería. Estudié repostería, hice cursos y elaboré muchas tortas. Iba a Posadas en colectivo y volvía con todas las novedades porque realmente me gustaba”.
Trabajaba sola, con un solo colaborador, “pero yo refinaba, amasaba, horneaba. Lloré mucho ese 21 de marzo. Nunca voy a olvidar. Y todavía me emociono. Digo a mi esposo, gracias a Dios que con la pandemia pude tomar la decisión de quedarme en casa, además de ocuparme del transporte escolar hasta Gobernador Roca”.

Carmen le dio “el toque femenino” a la panadería, porque hasta ese momento “era todo como rudo”. Se puso a hacer tapas de empanadas, pastelitos, cosas dulces, facturas, tortas de casamiento.
“Era la única. Antes, para cien personas había que hacer diez kilogramos, eran pisos. Siempre trabajaba de noche. A veces terminaba a las 3 o 4 de la madrugada. Lo que más costaba era llevar. Solía transportar de manera individual y armaba en el lugar. Ese era el temor y el terror porque los caminos eran feos y en un solo movimiento se podía ir por la borda el trabajo de días. Me comprometía porque la gente no tenía auto”, expresó quien elaboró tortas durante 25 años y tuvo que dejar “por un problema en las manos”.
Para el Día de la Madre, hacía unas 40 de tamaño mediano y 25 bizcochuelos en latas grandes de panadería, pedidas por la Municipalidad. “En cada batida se iban 120 huevos. Cuando a uno le gusta hacer algo, no se cansa. Puede amanecer trabajando. De lo contrario, se sufre mucho haciendo las cosas forzadas. Lo mismo va para la vida”, reflexionó quien lleva 52 años junto a Alberto.






