Martiniano Ibáñez (76) recuerda su paso por la Escuela 234 “Jorge Newbery”, de Jardín América, y no puede contener las lágrimas de emoción. Es que días atrás el establecimiento escolar celebró sus 50 años de permanencia en el corazón del barrio San Martín y este expersonal de servicio a lo largo de 27 años participó de las actividades programadas, invitado por los directivos -encabezados por Gabriela Trindades- de la escuela en la que fue portero, integrante de la comisión cooperadora y espacio de contención y enseñanza para sus tres hijos.

Nacido en Aristóbulo del Valle, actual municipio de Salto Encantado, comentó que, durante el acto por las Bodas de Oro, tuvo el honor de descubrir una placa recordatoria y entregar una bandera de mástil. “Me reencontré con docentes y vecinos de la época y también con varios exalumnos que en la actualidad son grandes profesionales, lo que me llena de orgullo”, aseveró.
Manifestó que, durante su juventud, viajó a Buenos Aires para acompañar a su hermano Francisco -además de Bernabé, que es el menor- que fue a probar suerte con el fútbol. En la gran ciudad, contrajo matrimonio con Cristina Finke (ya fallecida), de cuya unión nacieron sus tres hijos: Zoraya, Paola y Esteban Ramón. En 1980 regresó a Misiones y se estableció en Jardín América. En 1980 compró un terreno en un espacio lindero al edificio escolar, que tenía una casa precaria, “que después reformulamos”.
En esta ciudad, comenzó trabajando con una empresa constructora que estaba levantando el edificio municipal. “Veía que una vez a la semana venían los supervisores del Consejo General de Educación. Cuando bajaba del andamio, les pedía por favor que me consiguieran un trabajo. Es que había trabajado mucho en construcción durante mi permanencia en Buenos Aires y ya no lo quería seguir haciendo. Finalmente me consiguieron el cargo, pero me mandaron durante ocho meses a Garumí, en Garuhapé. Luego, me dieron a elegir entre las escuelas de Mbopicuá, Aristóbulo del Valle y Jardín América, y preferí quedarme en este último municipio, que era donde residía. A partir de 1983, quedé como personal de servicio de la céntrica Escuela 284”, contó el abuelo de: Fiorela, Lautaro, Lucila y Emilia.

“Cuando integraba la comisión cooperadora, los fines de semana organizaba bailes, contrataba las mejores orquestas y en el patio de la escuela se bailaba con toda tranquilidad, nunca hubo un solo problema. Tengo el orgullo de decir que levanté dos cursos de material y el comedor, con la ayuda de los vecinos. Salía de mi trabajo y por la tarde me ponía a levantar ladrillos”.
Recordó que, había una señora -luego supo que se trataba de Ramona Montiel-, que trabajaba en la 234, “con la que me cruzaba todos los días, por la mañana, camino a nuestras tareas. Un día le pregunté si no tenía problemas para hacer el cambio, de esa manera, ella se quedaba cerca de su domicilio y yo, pegado al mío, teniendo en cuenta que mis hijos ya eran alumnos de la 234”.

En esta visita a Jardín América, Ibáñez aseguró que “encontré a muchas compañeras de trabajo, docentes y volví muy emocionado. Después de mucho tiempo pude reencontrarme y recordar cosas hermosas, porque esa escuela pasó a ser mi segunda casa. Para mí fue una satisfacción muy grande haber prestado mis servicios allí. Era personal de servicio, miembro de la cooperadora, vivía dentro y para la escuela. Tenía un hermoso perro manto negro, llamado Luke, que era mi compañero y con él íbamos a ver qué pasaba dentro del establecimiento en horas de la noche, dábamos la vuelta y volvíamos a casa”.
Sostuvo que sus hijos “eran como porteros de la escuela. Los fines de semana me ayudaban con la limpieza general. En las vacaciones de cada ciclo lectivo, me hacía cargo del comedor escolar. Y ahora pedí al intendente que gestionara la continuidad del servicio”.
Al referirse a la 234 expresó que se creó en 1975, luego se tiró abajo y hace más de diez años se hizo la escuela nueva. Cuando “se construyó la escuela nueva, le faltó un Salón de Usos Múltiples (SUM) por lo que los chicos quedaron sin patio para educación física y sin comedor escolar, cuando anteriormente funcionaba todo el año, porque el San Martín es un barrio muy humilde. Todo el año le brindábamos un plato de comida, mi esposa y yo y alguna vecina que ayudaba a cocinar. Ahora estoy bregando por que vuelva ese servicio porque se trata de una zona de tareferos, de gente que realmente necesita, por eso es mi prioridad”.

“Siempre bregué por el bienestar de mis hijos, para un padre que fue portero siempre es un orgullo. Digo a la gente que no priven a sus hijos del estudio, que hagan lo que yo hice. Quizás varias veces me faltó algo para poner en la boca, pero siempre me esforcé por los chicos, por los míos y por los del barrio. Como vecino, como papá, como miembro de la cooperadora, siempre estaba pendiente de la escuela, en caso que hiciera falta algo”.
Para esos menesteres, se compraba leña y se hacía fuego “en un fogón. Consistía en una plancha grande con dos ollas que estaban hirviendo permanentemente. Se distribuía en los cursos con la cacerola y cada maestra servía la comida a los chicos, en el aula, en el pupitre que hasta un momento antes habían tenido clases. Ellos traían sus utensilios, almorzaban y se iban felices. Yo tenía el orgullo que se le daba postre, con el mismo dinero que nos enviaban desde el Consejo, nos organizábamos de tal manera que alcanzaba también para eso. Siempre trabajamos con honestidad y tenía el privilegio que mis hijos también pudieran servirse un plato de comida”, celebró, con la voz quebrada por la emoción.
Luego su esposa enfermó y tuvieron que venir a Posadas. “Me destinaron al Polivalente 47. Para cumplir mis tareas acá, viajaba desde Jardín América todos los días. Después nos mudamos a Félix de Azara y Belgrano, pero el edificio se electrocutaba durante los días de lluvia. Pasamos a Ayacucho y Catamarca, en el CEP 4, donde, finalmente, me jubilé”, rememoró quien desde hace 25 años está casado en segundas nupcias con Carmen Beatriz Sacco, una enfermera “con la que hicimos mucho camino”.

Una vida de trabajo
Ibáñez empezó a trabajar a los 14 años en una panadería de su pueblo. De lunes a viernes amasaba la harina junto a otros colaboradores y después de la última horneada, “nos duchábamos y nos íbamos a Alem con el último (transporte) Victoria, por caminos de tierra. Llegábamos con la nariz llena de polvo. El sábado nos quedábamos todo el día y el domingo veníamos a Posadas a jugar al futbol en Atlético, en Mitre, en Brown. Todas esas canchas conocí y tengo recuerdos muy lindos. A través del fútbol hice de mucha gente amiga. Me sigue gustando el futbol, si pudiera seguir pateando, lo haría con gusto”, señaló este hincha de Boca Juniors, que se define inquieto.

Describió que su hermano Francisco “hizo una linda carrera, se casó, tuvo tres hijos y su nieto está jugando al fútbol. Lo tuve que apuntalar porque en el año que fuimos a Buenos Aires, los dos no podíamos hacer el mismo deporte. Uno tenía que trabajar porque hasta el calzado teníamos que poner nosotros, el club no aportaba como ahora. Hice de mozo en un restaurante, cumplí tareas en un frigorífico, pero lo que más hice fue albañilería”.

A su entender, la vida “me enseñó muchas cosas y hoy quiero que mi hijo o cualquier papá, haga lo que yo hice. Si hoy podría sacar a algunos chicos de la calle, lo haría con mucho gusto. Papá Cosme Damián Ibáñez y mamá Gumersinda Escurra nos inculcaron valores y buenas costumbres, lo que me permitió forjar un buen camino, sólido, seguro”.





