Los caminos te llevan a nuevos lugares donde sus paisajes e historias te cautivarán, te enseñarán y te mostrarán una realidad que podrás contar para dejar un mensaje. Relatos que envolverán los pensamientos y no nos pedirán que los expliquemos, solo que los vivamos porque nutrirán el alma y se extenderán hacia los que nos rodean y tarde o temprano eso se transformará en amor. Es así que un nuevo recorrido me llevó hasta un lejano paisaje donde me encontraba viajando arriba de un ómnibus sobre una serpenteante carretera.Al lado mío se encontraba sentado un hombre de unos 80 años quien miraba en silencio por la ventana. Su figura era muy delgada, sus ojos azules se hundían en su rostro y sus manos arrugadas descansaban en su regazo. Tenía las piernas cruzadas y unos zapatos de cuero gastados que mostraban a un ser austero, sencillo y de pocas palabras. Pero el tiempo y la distancia interrumpieron el silencio entre ambos, comenzamos a charlar y a conocernos. Parecía que éramos tan iguales como distintos porque a ambos nos acompañaban los pensamientos y siempre algo que contar. -Erick es mi nombre – me dijo mientras extendía su mano para saludarme y mostrarme sus primeros gestos de confianza. Ese fue el puntapié inicial para una agradable charla y contarnos tantas historias como el tiempo del viaje lo permitió. Este hombre tenía una pequeña hacienda al sur de Brasil donde criaba animales, algunas aves de corral y formaba parte de una cooperativa tambera donde vendía la producción de las vacas Holando que poseía. A pesar de la aparente fragilidad de su cuerpo, Erick aún continuaba trabajando la tierra junto a su esposa y no pensaban aún jubilarse. Cuando me relataba su vida en la chacra, me describía a su pareja como una hermosa mujer que lo esperaba en una pequeña casa, luciendo blancos cabellos, un gastado delantal y unos ojos parecidos a los de él, pero más tiernos. Me contó que tuvieron dos hijos, una mujer y un varón, quienes hace varias décadas partieron para convertirse en personas de ciudad. Luego hizo una pausa y bajando sus inmensos ojos azules me contó que su hijo murió trágicamente en un accidente en uno de los tantos viajes que realizaba para visitarlos en aquella lejana chacra. Su hijo se llamaba Antonio y era el más apegado a sus padres y a las personas de los alrededores a quienes también visitaba y les regalaba obsequios que traía de la gran ciudad. El hombre me contó que la muerte de su hijo no fue solo un gran golpe para su familia sino para todo el pueblo que lamentó aquella pérdida. Luego me confesó que él siempre fue reservado y solitario, que siempre le molestaron las reuniones sociales y que no se daba mucho con los vecinos. Luego levantó la mirada y me preguntó: “¿Sos alegre, ayudás a los demás y te das con todo el mundo?”. A lo que respondí que no era así, que más bien era reservado y solitario como él. Me respondió que hacía mal y me describió a su hijo como una persona que siempre ayudaba a los demás, que siempre tenía una sonrisa y palabras de aliento para el que se encontraba triste y que cada vez que va al pueblo, las personas lo reconocen y siempre le hablan de la gran persona que fue su hijo y que éste siempre estaría vivo en el amor que supo cosechar entre quienes lo rodeaban. En ese momento sus ojos tuvieron un brillo especial y me contó que en una oportunidad llegó a su casa un hombre y dijo que era hijo de “Doña Erika”, una mujer que fue su primera novia y que luego su familia vendió la chacra y se mudó a la ciudad. Este hombre sin mediar palabras le dijo que era su hijo, y que solo quería saber la verdad. Fue así que Erick y esta persona se sometieron a una prueba de paternidad. A medida que continuaba su relato, el rostro de este hombre tenía un brillo diferente y luego de cuatro meses de espera, recibió los resultados y llamó a ese hombre para encontrarse y abrir el sobre con los resultados. Fue así que la noche del encuentro reunió a toda su familia y mandó a sacrificar a uno de sus novillos y hacer un gran banquete para recibir la noticia. Los resultados no dejaron dudas y que sí era su hijo, de quien nunca supo. Luego apoyó su mano en mi hombro y dijo: “¿Sabés como se llama? Se llama Antonio. Igual que su hermano, ese que nunca conoció”. PorRaúl Saucedo [email protected]
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