Corría el año 1976, yo atravesaba la etapa más triste de mi corta vida: la separación de mis padres. Un día llorando le conté a mi abuela el dolor que oprimía mi incomprendido corazón de niña, y ella muy decidida a consolarme caminó hacia el ropero del cual al abrir la puerta siempre emanaba un sutil aroma a lavanda, extrajo de ahí una cajita forrada con telas de encajes, la abrió y tomó una batita toda amarillenta, bien planchada y con un hermoso bordado; me acercó una silla en la cual de un exagerado salto deposité bruscamente mis caderitas y luego se sentó en la cama.
Esa tarde escuché de sus labios un consuelo inaudito: la historia de su vida.
Mientras observaba el mar celeste en los ojos de mi abuela y el rodete prolijamente realizado en el cabello que alguna vez fue de oro y el tiempo transformó en color perla cultivada comencé a prestar atención al relato, que comenzaba, sobre una niñez en la cual en vez de pasar las horas en una hamaca colgada del árbol más alto del patio como yo, ella daba comida a los chanchos y gallinas, ordeñaba las vacas, cuidaba a sus hermanitos, aprendía a coser, cocinar, lavar y planchar, y en medio de tanto entretenimiento crecía sin tocar jamás un juguete de esos que se compran en las tiendas, tampoco los necesitaba, ella jugaba a dar la mamadera a muñecas que reían y lloraban de verdad: sus hermanitas.
A medida que continuaba el relato iba dibujando en mi mente su historia, muy distinta a la mía. A los 16 años se casó y luego nacieron mis ocho tíos y mi mamá. Me contó cómo se ingeniaba para dividir un pollo acompañándolo con abundante ensalada de productos de su propia huerta.
Pobrecita mi abuela, y yo exijo como derecho innato las patitas sin preguntar jamás si hay para todos, siempre vi abundante comida en mi mesa y en la de ella, no imaginé que para llegar a eso tuvo que sufrir tanto.
Me habló mi abuela de una Misiones de antes, donde no existía ni la televisión ni la luz, ni siquiera el agua potable. Sus padres habían venido de Alemania y se asentaron en Azara, los papás de mi abuelo eran oriundos de Polonia y él no nació en Polonia, tampoco en Argentina, mi bisabuela dio a luz mientras el barco que trasladaba varias familias a un destino mejor se encontraba cruzando el Océano Atlántico.
En Azara transcurrió la niñez de mis abuelos, se casaron y comenzaron a progresar, las ansias de enviar a sus hijos a escuelas hizo que ni bien tuvieran su propio carro se trasladaran a Oberá.
Yo escuchaba atentamente a mi abuela. Ella detuvo un instante el relato y colocó entre mis manos la batita bordada mientras me contaba que la dueña de esa prenda jamás llegó a usarla, mi tía María, la cual se fue al cielo antes de salir de la panza cuando en el viaje asomándose la noche, se empantanó el carro, sus otros pequeños hijos comenzaron a llorar y a mi abuela no le quedaba otra solución que ayudar a empujarlo. En ese instante del relato no pude contener las lágrimas, pero ni me acordaba de mi problema.
Fue contándome de a poquito lo difícil que era vivir en Misiones en esos tiempos. Una mañana dejó a dos tíos míos durmiendo y fue a buscar leña, cuando volvió la puerta estaba abierta y un yaguareté salía tranquilamente. Cuando el animal se alejó entró desesperada y dijo que no podía creer lo que veía. Sus hijos dormían plácidamente. Agradeció tanto a Dios ese día.
A esa altura del relato mis ojos estaban tan abiertos que parecían dos carozos de duraznos. Mi abuelo trabajó mucho en Oberá en cuanto oficio se le presentara, para dar de comer a su familia. Y siempre estuvieron orgullosos de él pues jamás dejó faltar alimentos ni ropa a los suyos. No eran ricos pero mi abuela tenía a sus hijos bien vestidos porque siempre pensó que por más gastada que estuviera la ropa, jamás debía estar sucia, arrugada o manchada.
Con las mejores armas: su plancha a carbón, su cocina, su huerta, su gallinero y su máquina de coser, la abuela combatió y le ganó la batalla a la pobreza.
Mi abuela, una de las tantas heroínas que con paciencia y dulzura usaron su amor de madres para lograr que Misiones sea lo que es hoy, una tierra de personas de bien, que gracias a padres con el corazón y la constancia de mi abuela pudieron estudiar y ser grandes profesionales.
Cada uno de nuestros antepasados desde su hogar y posición social crearon la hermosa provincia en la cual sus nietos podemos vivir felices, ir a establecimientos educativos que hoy existen en cada rincón de mi amado terruño. La lucha no está terminada, siempre se puede hacer más.
Todos sufrimos por algo en alguna etapa de nuestra vida pero el secreto para ser feliz está en levantarse y mirar al futuro no sólo por nosotros sino para honrar a tantos inmigrantes que apostaron todo por la tierra que eligieron para dejarnos de herencia. No soy más una desconsolada hija de padres separado, soy una orgullosa nieta de inmigrantes y tengo que continuar una misión; ser parte de la historia de mi hermosa provincia.
Poesía del poemario “Las Lobas”
Claudia Marcela Vasquez.
Misiones
¡Qué bella mi tierra Misiones!
Cantos a la rivera del Paraná,
Chamamé entre plantaciones
De yerba, té y ananá.
Orgullo es mi provincia querida,
Delicia poderla recorrer
Vegetación, esperanza y vida,
¡Tierra roja me acunó al nacer!
Recorriendo el salvaje encanto,
Obsequio de la naturaleza,
Cerros, cascadas, loros y sus cantos.
¡Las cataratas imponente belleza!
Por la ruta, yerba en camiones,
Los paraísos, todo el verde, los turistas…
Inspiran talento y canciones
¡A tantos poetas y artistas!
Cuidemos el paisaje
Para seguir disfrutando,
Es el claro mensaje
Que mi provincia va implorando!
Amemos esta Argentina hermosa,
Obsequio de la naturaleza,
La orquídea, el perfume de una rosa…
Esa es la verdadera riqueza!
Claudia Marcela Vasquez.
BIOGRAFÍA:
CLAUDIA MARCELA VASQUEZ.
Técnico Superior en Aduanas y Comercio Exterior. I.C.A