Me interesaba contarle que estuve investigando sobre un peculiar comportamiento observable en los cardúmenes, y que consiste en que grupos de cientos de pececitos cambian repentinamente de rumbo encarando otra dirección a veces con la misma determinación y energía que traían en el desplazamiento inicial, acaso opuesta a aquella en la que nadaban hasta ese instante. Durante el fenómeno, no se observa un líder a quien el conjunto obedezca; ni nada que sugiera una voz de mando que oficie como hilo conector psicológico entre las voluntades de aquella multitud de escamas y aletas.
Sin embargo, todos viran sorpresivamente y al unísono. La sincronización de los pececitos parece ensayada. ¿Por qué modifican la trayectoria de manera súbita? ¿La comida se encuentra en la nueva dirección emprendida? ¿Se dirigían sin saberlo hacia las fauces de un tiburón al que descubrieron a último momento? Nada de eso: la vida del pececito es ir a la deriva, a merced de los avatares de la corriente, sin pensar porqué ni para qué se dirige hacia tal o cual dirección.
¡Vaya vida la del pececito!
La perspicacia popular descubre el mismo fenómeno en las sociedades humanas: Adonde va Vicente, ahí va la gente.
Cardúmenes, rebaños
¿simples comparaciones o parecidos? No son pocos los eruditos que se han ocupado del fondo del asunto: Ortega y Gasset sostiene que el hombre-masa es todo aquel que no se valora a sí mismo (
) sino que se siente como todo el mundo y, sin embargo, no se angustia (
).
Rodando por el mundo dice Unamuno- se encuentra uno con hombres que parece no se sienten a sí mismos.
Entonces me pregunté si la maldad actúa sobre la humanidad sirviéndose de un mecanismo análogo al de esta fuerza invisible que el pececito no puede eludir. Pareciera que sí. Algo de eso leí hace poco en La granja humana, de Freixedo. Fromm, en El miedo a la libertad habla de la autoridad anónima, atribuyéndole mayor eficiencia que a la evidente, puesto que la persona ni sospecha que está obedeciendo.
Pero el problema pareciera tener raíces mucho más profundas de las que suponemos: hacen más de cinco mil años, los sumerios decían que los dioses nos crearon para que seamos esclavos.
El Génesis bíblico declara que nos pusieron a trabajar en el Jardín del Edén, paraíso en el que si bien nada faltaba para el confort de la especie, no éramos libres de elegir. Se nos estaba vedado comer los frutos de un árbol: ¿el de la lujuria? ¿El de la envidia? ¿El de la codicia? ¡No! El del conocimiento
¡El que nos permitiría ver!
Tentados por la serpiente y ganados por la curiosidad, los padres de la humanidad desobedecieron el mandato. Y aquel desliz casi infantil (pasaje cuya interpretación reglamentada resulta difícil de entender) fue un pecado.
Desde entonces venimos al mundo portando algo así como un mal espiritual congénito que bien hacemos al purgar lo más tempranamente posible.
En el hombre existe mala levadura. Cuando nace viene con pecado. Es triste. Mas el alma simple de la bestia es pura, dijo el hermano de Asís, vencido por los motivos del lobo de Gubbio, aquel infame lobo del demonio. El santo varón había logrado que se amansase como un can de casa para que reinara la paz entre los pastores y la fiera. Pero al poco tiempo retornó la alarma. ¡Iluso Francisco! Esperaba demasiado de la gente.
Pero ¿es que acaso no existen las personas buenas? ¡Claro que sí! ¡La mayoría de las personas son honestas! Pero una cosa es ser bueno (no robar, cumplir diligentemente con horarios y exigencias del trabajo entre otras pulcritudes convencionales-) y otra muy diferente es hacer el bien (rebelarse contra la injusticia, por ejemplo). Los malos siempre triunfan cuando los buenos se limitan a ser obedientes. Sostiene Ingenieros que el honesto es cobarde para el vicio e impotente para la virtud.
Honesto, en la concepción de El hombre mediocre, es el que no da escándalo pero tampoco sirve de ejemplo. Son como los débiles bien intencionados, de Unamuno. O como diría de manera campechana mi amigo el cordobés: es como un caballo de estatua, que no ensucia ni patea, pero tampoco te lleva a ningún lado.
Otra vez la agudeza de la observación popular
Como verá, querido amigo, el mundo pareciera que está hecho para no funcionar, y que dejar de ser como el pececito no es empresa fácil, aunque bien vale la pena proponérselo. No sé si para ser feliz, pero sí para ser digno.
Bueno, Jorge, por ahora me despido. ¡Pero a no desesperar en estos tiempos! ¡Quién le dice que no salgamos campeones!
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