En el Adviento contemplamos la espera del Señor bajo un doble rostro, uno en la historia, en el tiempo que se avecina; y el otro el escatológico; el Señor que vendrá al final de los tiempos. Ya no como siervo sufriente, sino como Señor de la gloria y amor eterno, Juez de vivos y muertos. Bajo el rostro de la historia y del tiempo, nos encontramos con la espera del Señor que viene. En el Antiguo Testamento, se espera al Mesías que ya viene y es anunciado por los Profetas. Durante todo este tiempo las profecías quieren despertar el profundo anhelo de un Dios tan vivo en sus escritos, que vendrá en la historia para la salvación de los hombres. Un Dios inserto en la historia, en el tiempo y en las circunstancias de la humanidad para salvar al hombre. Vendrá como el Señor de la historia y del tiempo.Este don profético e histórico de la salvación, con el paso del tiempo se convirtió en realidad, y tuvo lugar con la encarnación del Hijo de Dios, con su nacimiento en el tiempo presente y en la historia concreta. Ya no es un acontecimiento futuro, tan sólo prometido y esperado. Ha venido ya el Redentor y en Él se han colmado las esperanzas del Antiguo Testamento y se han abierto las del Nuevo. El Señor ya ha llegado. ¿Cuál será nuestra espera actual? La venida del Salvador anunciado por los profetas y que se ha cumplido en la historia, sin embargo hoy debe realizarse en el corazón de todo hombre. Mientras se realiza esta presencia, el otro rostro del Adviento nos muestra a una humanidad que se dirige y orienta hacia la “parusía”, es decir, a la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos y de la historia. En esta perspectiva debe ser vivido el Adviento y bajo este doble signo meditadas sus lecturas y participada su liturgia. El Adviento se convierte para el cristiano en un “tiempo fuerte” donde el espíritu de oración y de penitencia (aspectos cuaresmales) expresa también ese doble rostro: el presente histórico y el futuro escatológico. En la lectura primera de hoy, Isaías nos habla con énfasis de la era mesiánica en la cual todos los pueblos convergerán en Jerusalén para adorar a un único Dios. “Y vendrán muchedumbres de pueblos diciendo: Venid y subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob y él nos enseñará sus caminos” (Is. 2-3). Unidos por un solo Señor los hombres serán como hermanos y “no se ejercitarán más para la guerra”. Jerusalén es figura de la Iglesia, sacramento universal de salvación (LG 48) que se da a toda la humanidad para llevarlos a la salvación y para que, siguiendo las enseñanzas de Cristo, vivan en la justicia y en la paz amándose en la caridad fraterna. Debemos llevar a los hombres este mensaje de salvación. ¡Y nos falta mucho para poder vivirlo! El ardor de Isaías nos invita: “Venid y caminemos a la luz de Yahvé” (Is. 2,5).En la segunda lectura San Pablo nos alerta “Dense cuenta del tiempo en que vivimos ya es hora de despertarse”. Caminar en esa luz para San Pablo significa “despojarse de las obras de las tinieblas” (Rom. 13,12); significa que el hombre debe revestirse de las virtudes de la fe, la esperanza y el amor. Esto nos urge pues debemos esperar la salvación ya cercana, ya que la historia camina hacia el retorno final del Señor. El tiempo que nos separa de dicha realidad debe ser aprovechado al máximo y con solicitud cristiana, ya que el Señor de la historia (de Belén) y que está presente en la vida de cada hombre “debe venir” al final de los siglos y tendrá que ser acogido en la fe, esperanza y caridad vivas y operantes.En Adviento no esperamos “algo” sino a “alguien”: Cristo el Señor. Y si nos cristificamos, nos hacemos semejantes a El a través de nuestras obras.Que María de la dulce espera en el Señor nos bendiga y acompañe.





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