La liturgia de hoy nos presenta el tema de la salvación con una amplitud universal. El Profeta Isaías (Is 66.18-21) llama a todos los pueblos a la fe: “Yo vendré para reunir a todas las naciones de la tierra, dice el Señor, vendrán para ver mi gloria” (Ib. 18). Como la división de los hombres es obra del pecado, así su reunificación es señal de la obra salvadora de Dios y de su amor por todos los hombres. Él enviará a los sobrevivientes de Israel que permanecieron fieles, a los países más lejanos para dar a conocer su nombre. Los paganos no sólo se convertirán, sino que los judíos dispersos se reintegrarán a Jerusalén “como ofrenda al Señor” (Ib. 20). Y entre los mismos paganos convertidos Dios se elegirá sus sacerdotes (Ib. 21). Aquí narra Isaías la superación de la división entre Israel y los otros pueblos, una superación que anunciaron muchas veces los profetas, que fue casi siempre incomprendida y que Jesús opera de modo definitivo preparando el camino con su predicación y unificando los pueblos con la sangre de su Cruz.En el Evangelio de Lucas (Lc.13, 22-30) preguntan a Jesús: ¿Señor, serán pocos los que se salven? (Ib.23). Jesús va más allá de esa pregunta y va a lo esencial: todos puede salvarse, porque a todos se les ofrece la salvación. Pero para conseguirla tiene cada cual que apresurarse a convertirse, antes de que sea demasiado tarde. Jesús quiere rebatir la mentalidad estrecha de los Judíos y afirma que en el día de la rendición de cuentas no valdrá la pertenencia a un Pueblo Elegido ni la familiaridad gozada con Él. Será inútil decir “hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas” (Ib. 26). Si a estos privilegios no se añaden la fe y las obras, los mismos hijos de Israel serán excluidos del Reino de Dios: “y vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Mirad hay últimos que serán los primeros y primeros que serán los últimos” (Ib. 29-30). Aunque llamados primeramente para recibir la palabra de la salvación, los judíos -si no se convierten y aceptan a Cristo- serán suplantados por otros pueblos llamados los últimos. Dígase lo mismo del nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia; el privilegio de pertenecer a ésta no conduce a la salvación, si esta pertenencia no va acompañada por una adhesión plena a Cristo y a su Evangelio. Los creyentes no pueden cerrarse en su posición privilegiada, sino que ésta precisamente los compromete a estar abiertos a todos los hermanos -judíos y gentiles- y atraerlos a la fe. Delante de Dios no valen los privilegios sino la humildad que elimina toda presunción, el amor que abre el corazón al bien ajeno, el espíritu de renuncia que da fuerzas para “entrar por la puerta estrecha” (Ib. 24) superando toda suerte de egoísmo y de presunción.San Pablo (Heb. 12, 5-7.11-13) cálidamente nos exhorta a combatir las batallas de la vida. Es Dios, quien mediante las dificultades y sufrimientos pone a prueba a sus hijos porque quiere corregirlos, purificarlos y hacerlos “participes de su santidad” (Ib. 10). Es verdad que “ningún castigo nos gusta cuando lo recibimos, sino que nos duele; pero éste da como fruto una vida honrada y en paz” (Ib. 11) o sea una vida de virtud y de mayor cercanía a Dios. Dios es un padre que corrige y prueba poniendo la mira en un bien mayor: “El Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos” (Ib. 6). Aceptar las pruebas es entrar por la “puerta estrecha” señalada por Jesús. El cristiano, por haber respondido a la llamada del Señor, no puede sentirse más que otros. Debe respetar y amar a todos sus hermanos, a los que no participan de la misma fe y especialmente a nuestros hermanos mayores, los hijos del Pueblo hebreo. El cristiano no debe tomar posturas ideológicas que lo separen de los hombres, sino que su postura debe ser la del amor y la comprensión hacia todos. ¡Debe amar como Cristo!Que la Virgen Madre, nos ayude a ser buenos cristianos y a amar a todos como hermanos.





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