Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias, dice Eduardo Galeano.Una noche me adentré en un penumbroso bar buscando el ungüento que me reconforte luego de un arduo día, un rincón donde se conjugan la soledad y las historias de las personas que se congregan buscando lo mismo.Allí conocí a un hombre solitario de cabello blanco y una mirada profunda y triste, quien me contó la historia de su abuelo: honrado y trabajador como pocos. Mientras encendía un cigarrillo y hacía una pausa para recordar, me relató la historia de aquel hombre que cruzó el océano hace más de un siglo junto a su joven esposa. Ellos vivían en un pequeño pueblo a orillas del Mediterráneo, cuando la primera gran guerra los obligó a dejar sus hogares y buscar un lugar lejos del hambre y la miseria. Él tomó a su mujer y ambos cruzaron el océano con la esperanza de regresar algún día, pero las cosas iban a empeorar. Luego de llegar a Brasil se internaron tierra adentro, cruzando las fronteras, solo con lo puesto, así llegaron a Misiones y se quedaron en una pequeña chacra cerca de Loreto. Con el tiempo, todos en el pueblo lo conocieron como “El siciliano” porque nunca aprendió hablar español, jamás le interesó aprender otra lengua, porque estaba seguro que pronto regresaría a su pueblo con casas de piedras y altos acantilados donde a lo lejos se veían partir los barcos de los pescadores, en busca de una buena captura. El hombre cosechaba papas, verduras y ordeñaba sus vacas para luego vender sus productos en el pueblo. Su nieto lo describió como un trabajador incansable que se levantaba a las tres de la mañana, cuando había una brillante luna que le permitía cosechar sus productos más temprano y ganarle a la madrugada. En el fondo de su rancho levantó un pequeño parral donde envasaba su vino, que nunca tuvo el sabor de los que degustaba junto a esa gran mesa familiar de su lejana Italia. La vida les regaló una hermosa hija, quien con el tiempo se fue a vivir a Posadas, allí conocería al que luego sería su esposo y tuvieron un hijo, el mismo que varias décadas después estaba frente a mí contándome esta historia. El hombre me contó que sentía angustia porque nunca pudo relacionarse con su abuelo, simplemente porque le tenía miedo. “Me miraba con sus ojos grandes y claros y me hablaba en un idioma que no entendía. Cuando quería abrazarme, yo salía corriendo”, comentó con triste sonrisa. Recordó que los años pasaron y ellos siguieron trabajando sin descanso. Mientras su mujer ordenaba la casa, el siciliano salía siempre con su asada rumbo a la chacra.Los inviernos que fueron pasando tiñeron sus cabellos de blanco y sus manos se volvieron temblorosas y arrugadas. Él quedó casi ciego y cada vez le costaba más caminar, pero eso nunca le impidió trabajar y cuidar de sus plantas.En una mano llevaba una silla y en la otra se apoyaba con su asada, todas las mañanas se sentaba en medio del cultivo y comenzaba a carpir y sacar los yuyos, todos los días trabajaba en un lugar distinto. Un día salió con su silla y su asada, para hacer lo que más le gustaba: trabajar la tierra. Su mujer siempre esperaba su regreso al mediodía con la comida preparada. Un día, el siciliano no volvió a la hora del almuerzo y su mujer salió a buscarlo, lo encontró dormido para siempre junto a su silla y su asada. Las personas del pueblo dijeron que el hombre había muerto, pero ella sabía que el "Siciliano”, había regresado a su Italia. Por Raúl Saucedo [email protected]





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