Con 23 años, por delante parece haber sólo una larga y plena vida. Ninguna persona a esa edad está preparada para escuchar, de boca de un doctor, que en seis meses todo lo que se planificó, todo lo que se soñó, todo lo que queda por vivir, deberá quedar ahí, pausado para siempre. Eso fue lo que le pasó a Paula, “Pitu” para amigos y conocidos, cuando se enteró del diagnóstico que cambiaría su vida: con un avanzado cáncer de cérvix de estadío B2 el pronóstico era sólo seis meses más. Pese a la “fecha de vencimiento” no se dejó caer. Sufrió mucho, pensó como madre soltera en sus dos hijas, Nicole de 5 años y Ariana de 3 en ese entonces y se dijo así misma “de ésto no me voy a morir”. Seis años después del diagnóstico, sus palabras se hicieron realidad.Su noche más larga comenzó cuando se iniciaron una serie de incomprensibles pérdidas. “Me dijeron que era un quiste, aunque estuve un año así. Me estaba yendo en sangre, nunca me dijeron que era un cáncer, que era un tumor. Hasta que un día comencé a desmayarme y en la guardia del hospital me diagnosticaron: tenía un tumor de diez centímetros en el útero”, relató a PRIMERA EDICIÓN.Esto pasó el 18 de octubre de 2009 y ahí comenzó un mes de internación donde le informaron que ese tumor en su útero se había ramificado: ya estaba en su vejiga derecha y en su intestino. “Para salvarme debían sacarme útero, vejiga e intestino. Era imposible”. Ella sabía que algo no andaba bien por todas las veces que notaba que su mamá había llorado, más tarde se enteró porqué. “Un doctor le dijo a mi mamá que no había nada más para hacer, que nada valdría la pena, que me vaya a mi casa y que espere el ascenso”. Sin embargo su mamá no se quedó de brazos cruzados. Comenzó a pelear contra la burocracia para conseguir el traslado, porque si en Posadas no podían darle soluciones, las iba a ir a buscar en Buenos Aires.Pelear contra la burocracia fue difícil. Fue una lucha perdida. Pero no habían perdido la guerra, su madre movió cielo y tierra para conseguir un turno en el Hospital Roffo de Capital, subió a su hija en un colectivo de línea y juntas se fueron a la gran ciudad en búsqueda de una cura. “No llevé calmantes, no llevé oxígeno, nada. No sabíamos qué podía pasar”, contó Pitu.“En Buenos Aires me salvaron la vida”Cuando llegó, en noviembre de 2009, no dudaron. Los doctores que la atendieron comenzaron inmediatamente con las transfusiones de sangre y empezaron a agendar los turnos para la radioterapia, quimioterapia y braquiterapia: la intención era mejorar su calidad de vida en esos seis meses que, en teoría, le quedaban. No fue fácil. Fueron semanas de sufrimiento, dolor, lágrimas que valieron la pena. “La braquiterapia fue una pesadilla, pero salvó mi vida. Con la quimioterapia no perdí cabello y cada vez que hacía radioterapia sentía que estaba en un viaje espacial”, contó en medio de algunas sonrisas. Pasa que “siempre tenes que tomar el lado bueno de las cosas”.Después de tres semanas comenzó a sentirse mejor y empezó a fantasear con la idea de volver rápido con sus hijas, con las ganas de retomar su vida, “Queda raro decir ésto, pero lo disfrute. Las personas sanas no saben que hay otro mundo, que hay gente que necesita de otro, que depende de una persona. Cuando yo caí en el Roffo y en la realidad, me di cuenta. Aprendí a sacarle el lado positivo de las cosas, no hay que quedarse pensando que uno se va a morir. Yo nunca dije me voy a morir. Uno flaquea, es obvio, el tratamiento es fuerte. Yo extrañaba mucho a mis hijas, no me conformaba con llamarlas por teléfono, pero no me dejé caer”. Tres semanas después pararon las hemorragias, recuperó el color de las uñas y de los labios y estaba bien. “Las personas con cáncer tienen que estar sí o sí con mente positiva. Eso influye mucho. No podes dejarte vencer. Siempre está el ángel negro que te dice que no vas a poder pero se puede. No hay que pensar si van a poder o no, hay que pensar ‘voy a salir, yo sí voy a llegar’”, dijo Pitu.Tres meses despuésEl regreso se dio el 15 de enero de 2010. “Vine a ver a mis hijas con el diagnóstico de seis meses más de vida y con la condición de que debía volver a Buenos Aires a hacerme controles una vez al mes para ver cómo progresaba el cáncer, pero yo me sentía muy bien”, señaló.Cuando llegó, comenzó a llenarse de todas esas cosas que sabía que le darían vida: sus hijas, la música, el baile. “Volvía para los estudios porque los tratamientos comenzaron a encapsular el tumor. Pero nunca me operaron y un día desapareció, del útero, de la vejiga y del intestino. Hoy soy una persona que no tiene nada. Estoy sana. Siempre lo dije, cuando comencé a sentirme mejor decía que estaba curada, porque me sentía bien. Así lo decreté”. Pitu continúa con los controles cada seis meses aunque ya tiene el alta de los doctores de Buenos Aires, el que obtuvo en junio del 2010. “Nadie puede creer cuando me ve. Yo estuve muy mal, llegué a largar olor, hoy estoy sana”, reconoció Pitu. La enseñanza de la enfermedadEs la primera en su familia que tiene esta enfermedad. “Todo fue nuevo. Fuimos descubriendo todo a medida que iba pasando”. Antes del diagnóstico, Pitu trataba de terminar el secundario y se ocupaba de sus hijas. “Pero llevaba una vida mala y Dios siempre te manda algo para que te despiertes. Como mamá nadie puede hablar mal de mí, pero como persona nada me importaba mucho antes”. La vida dentro de esos hospitales y el martirio de los tratamientos la cambiaron. “Hoy siempre aliento a la gente, cuando alguien me cuenta que tiene cáncer le digo que se puede, yo soy el ejemplo de que se puede. La gente se preocupa tanto pero tiene que levantarse y seguir. Hay que ponerse las pilas. No hay que flaquear, ese es el secreto de la buena salud. Hoy el cáncer no te gana, es una enfermedad que de a poco va perdiendo la batalla. Se puede con el cáncer”, aseguró.Con el alta en sus manos, tenía que proyectar el rumbo de su vida. Así apareció la zumba en su vida. “Después del alta terminé la secundaria, hice un curso y me recibí de auxiliar de maestra jardinera. Trabajaba en una guardería, me gustaba pero no era lo que quería porque yo nací bailando. Crecí en el entorno de la danza. Como estaba media ‘gordita’, me inscribí en zumba y me encantó”. Después de tres meses de clases como alumna, decidió que eso era lo que quería hacer. Tuvo que pelearle a su papá para que le preste la tarjeta de crédito porque el curso para ser instructora de zumba se paga en dólares. Lo consiguió y se fue para Buenos Aires esta vez para aprender a enseñar zumba. “Fue una jornada agotadora, pero me volv&i
acute; con el título de instructora de zumba que me habilitaba”, contó.Un año después da clases lunes, miércoles y viernes con alrededor de veinte alumnas en Villa Cabello. Trabaja bailando. “Soy feliz, no puedo quejarme. Hasta el diagnóstico de cáncer fue algo bueno en mi vida. Lo repito: se puede”.





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