POSADAS. Hoy, Selva Lifschitz presentará su libro en el que cuenta la historia del conocido Bazar Palermo. Es en torno a los 56 años que cumplirá el comercio desde que su papá lo fundó, pero que -en realidad- devino de lo que comenzaron sus abuelos como Casa Lifschitz.En diálogo con PRIMERA EDICIÓN, Selva contó que se decidió a escribir lo que ella llama “catálogo” más que libro, pues “un día en una reunión de los descendientes de israelitas todos llevaban sus fotos y me di cuenta que yo sólo tenía recuerdos, prácticamente nada de fotos familiares porque las pocas que había se perdieron en el incendio que acabó con el local y la casa de mis abuelos, que estaba ubicada en Buenos Aires casi Alvear”. El incendio ocurrido en 1966, devoró todo lo que había y “con suerte lograron sacar de su casa a mi abuelo que estaba en silla de ruedas”. Los abuelos de Selva, Gregorio Lifschitz y Sofía Frit, fueron pioneros en eso de comercializar: “Ellos trabajaban con la gente del puerto por eso estaban en la calle Buenos Aires a una cuadra de la avenida Roque Pérez”. Mientras que su papá Rubén Lifschitz decidió emanciparse y trabajar más cerca de la terminal de colectivos. El primer Bazar Palermo estaba ubicado en la vereda de enfrente del actual local, también por calle Ayacucho. Cuando el bazar abrió sus puertas corría el año 1959, don Rubén era soltero y decidió trabajar solo, pero con su hermano Luis pensaban en el nombre: cuenta la historia familiar que si el caballo que ellos elegían ganaba las carreras en el Hipódromo de Palermo lo llamarían así; y eso fue lo que ocurrió, el caballo que eligieron los hermanos Lifschitz ganó y arrancó su propia historia. Más almacén que bazarSelva cuenta en su libro que Ángela (Boti) Grassi y Rubén Lifschitz, sus papás, arrancaron su propia historia, pues se casaron al año siguiente de inaugurado el local. “Todos mis recuerdos de niña son en torno al local, cuando los pedidos se hacían por correo postal. No era sólo bazar, había mucho de almacén, se vendía azúcar pesada (en balanza) en bolsas de papel madera (estraza), golosinas al por mayor y al por menor, todo entre la vajilla de vidrio o porcelana, cacerolas y ollas de hierro; también insumos para fabricar helados, lámparas Petromax llamadas sol de noche, cigarrillos, alguna que otra tanza y anzuelos; peines y ruleros, artículos de tocador. Bebidas como la Heperidina (aperitivo creado por Bagley)…”, apenas comienza el relato de quien hoy está a cargo del local, aunque su mamá continúa allí, detrás del mostrador atenta a todo. Pero también muchos posadeños recordarán como lo hace Selva, “la bicicleta de reparto, negra y grandota, con la que a veces los ‘chicos del negocio’ nos buscaban de la escuela y yo venía en el canasto que tenía adelante, con los cabellos al viento y abriendo grande la boca para tragar más aire”. Una “renoleta” no faltó en el bazar, con la que se hacían otros repartos y hasta ahora, cientos de familias conservan algún elemento del Bazar Palermo. “Nos pone muy orgullosos cuando alguien nos dice ‘yo venía cuando era chiquito con mi mamá’, o ‘mi abuela tiene tal cosa que compró acá, o ‘¿tienen ustedes…?’”; y la verdad es que si algo raro se busca para la cocina, seguro se piensa en el bazar. Rubén Lifschitz dirigió siempre su negocio acompañado de su esposa, y cuando ya no estuvo tomó el timón su otra hija, Patricia; quien luego “decidió tomar otro rumbo y se fue a vivir su vida, pero no se ilusionen: quedé yo, (escribe Selva con humor)”. Ella es quien decidió dejar su profesión de kinesióloga para dedicarse al comercio, aunque al principio “no me gustaba nada pero ahora lo hice propio”. El libro es un reconocimiento a su historia, a su memoria que le recuerda el sonido de una campanita de bronce, que anunciaba la llegada del heladero; un kiosco que tuvieron también sus padres de venta de helados Noel en el “rinconcito del viejo Bar Español”. Una anécdota que suma a esta historia es por ejemplo el anuncio publicitario que había hecho su papá colocando el número de teléfono del Bazar 24495 (Qué novedad: No Funciona!) así como lo leen, lo leyeron todos porque era muy frecuente que Entel fallara en sus conexiones. Y para quienes no lo sabían, en Pascuas se vendían huevos de muchos tamaños, que venían en cajas de cartón con viruta de papel o madera (como en las verdulerías) y se prendían ventiladores para evitar que se derritan. Típico recuerdo también es el de Navidad y Año Nuevo cuando se improvisaba el tablón sobre cajas de madera en la vereda, para vender allí las sidras y los pan dulce, “mi hermana y yo atendíamos a la gente y entrábamos con el o la cliente para que le cobren adentro). Para Reyes, sobre el mismo tablón se vendían juguetes (mi hermana descubrió que las muñecas -que dejaron en casa quienes se comieron el paso y tomaron el agua-, eran iguales a las del negocio… vaya desilusión!”, parte más que significativa del relato. Posadas y sus historias, una ciudad que sigue, que avanza con Facebook, deliverys y celulares, pero que siempre tendrá a alguien que compartirá un grato recuerdo. El libro de Selva se completa con consejos para los clientes, con un lugar para una familia que ella considera postiza más que entrañable, “los Galarza” que a ella y su hermana mimaron; con consejos de cómo colocar la mesa o qué cubiertos utilizar. Todo se entremezcla con la historia de la familia, pues los Lifschitz son ese comercio, que ahora ya es más bazar que almacén.





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