COLONIA CARLOSCAR, Santo Pipó (Rocío Gómez). Golpean las manos en su portón y ella los atiende. No importa la hora, el clima, el día. Doña Marica está siempre disponible. Asunción Regalado tiene 85 años, cumplirá 86 el próximo 15 de agosto. Y desde que tiene quince trabaja de lo que considera que es su pasión, de lo que cree que nació para hacer: ayudar a la gente. Porque doña Marica es enfermera desde que tiene memoria. Tenía quince años cuando atendió sola su primer parto de mellizos y de ahí en más, en ese preciso momento, forjó una filosofía de vida que la acompañaría siempre: “De hoy en más, nadie va a morir cerca mío por falta de atención”. Con esa premisa vivió y vive. Su casa se encuentra en el límite de Gobernador Roca y Santo Pipó, en la Colonia Carloscar. En ella, ha improvisado una sala de primeros auxilios, donde tiene los medicamentos, la cama para quien necesite reposar, las agujas, los tensiómetros y la historia clínica de cada uno de sus pacientes. “La gente viene de todos lados a atenderse conmigo”, le cuenta a PRIMERA EDICIÓN. Es cierto, muestra las hojas donde anota nombre, DNI, localidad y enfermedad por la que llegan y se leen ciudades limítrofes como muy lejanas: Santo Pipó, Alem, Oberá, “vienen de lugares donde hay centros de salud, médicos y artefactos modernos”, Jardín América, Eldorado, Paraje Yacutinga, Buenos Aires, cerro Romero, Tacuara. Desde Cataratas de Iguazú hasta Posadas.En la zona, doña Marica es conocida. Pasa que en 1969 comenzó a atender una sala de primeros auxilios ubicada a catorce kilómetros de su casa. “Un grupo de vecinos que sabía que yo era enfermera se acercó a pedirme que trabaje allí, yo ni siquiera sabía donde quedaba”. Dicha sala se encuentra sobre la ruta 6 en el Paraje Yacutinga. Para llegar hasta ella, doña Marica tenía que atravesar catorce kilómetros, hasta que descubrió un sendero más directo desde su casa. Se encargó de que abran el camino que tiene casi tres kilómetros y que ella transitó poco más de veinte años, sin importar las condiciones del tiempo. “A las 5 de la mañana ya me iba, trabajaba hasta las 2. Pero empecé a atender partos y la gente venía a cualquier hora, porque no tenía adonde ir. Entonces comencé a trabajar full time. Fui nombrada el 29 de enero de 1974”. Allí trabajó hasta 1990, cuando solicitó jubilación por discapacidad: en 1988 se cayó de las escaleras al recibir con los brazos abiertos a una embarazada que tuvo un ataque de epilepsia justo en ese momento. Sin importarle siguió trabajando. Al año del golpe se operó porque no podía caminar. “Decían que iba a quedar en silla de ruedas pero los doctores me dijeron que si yo luchaba iba a caminar y yo luché, me prendía por todos lados y aprendí a caminar de nuevo, con 60 años”, recuerda. Una vez jubilada, en su casa, “la gente venía como hormiga pidiendo que los atienda”. En ese momento también estableció otra de sus máximas: “De hoy en adelante no voy a cobrar ni un peso a nadie y voy a atender hasta que Dios diga basta con mi vida”. Así fue, la colaboración de la gente ayudó, porque le donan remedios y ropas para sus pacientes. “No cobro porque veo el sufrimiento de la gente, la necesidad. He llegado a atender partos en lugares donde las familias no tenían leche o ropa para los chicos. Gente que no comía carne jamás. A mí me duele profundamente en el alma ver al otro que sufre. Entonces dije que iba a hacer todo lo que está al alcance en mi vida y mientras yo viva y Dios me dé salud, voy a atender”.Promesa que mantiene al día de hoy, en la pequeña habitación donde atiende a quien se acerca a su casa. Asegura haber asistido más de 800 partos y que muchos de aquellos a quienes ayudó a nacer, hoy vienen con sus hijos para que los atienda. “Hasta hace poco atendí un parto, ahora les digo que no voy a atender más porque estoy muy vieja”.Una vida aprendiendoDoña Marica nació el 15 de agosto de 1929 en Corpus. A los catorce años enfermó de la garganta y su papá llamó a un doctor de San Ignacio para que la cure. El doctor se la llevó y, una vez curada, se quedó con él para ayudar en el cuidado del bebé pequeño del matrimonio y, de paso, aprender la profesión en el hospital de la capital de las Reducciones Jesuíticas. Allí fue que atendió su primer parto de mellizos a los quince años, un día que estaba sola con la cocinera. Después se fue a Posadas, era estudiante de la carrera de Enfermería y trabajaba con los doctores en el Hospital Madariaga. En medio de sus estudios debió volver a Colonia Carloscar, el lugar donde se había asentado la familia Regalado después de vender sus terrenos en Corpus. Su mamá estaba embarazada y ella tenía que ayudarla. Consiguió trabajo en Santo Pipó, iba veinte kilómetros a caballo todos los días y en uno de esos caminos conoció a su marido, Pablo Araldi. “Estuvimos de novios seis meses y nos casamos. Cambió definitivamente mi vida. Tenía 18 años cuando me casé y vivimos 54 años juntos, nunca peleamos”, afirma. “Es cierto, nunca pelearon, a lo mejor tenían sus diferencias pero lo arreglaban solitos en la pieza, jamás escuchamos nada. Fueron un ejemplo como padres”, asegura María Araldi, la segunda de sus hijas mujeres.Pablo falleció en el 2001 por problemas de corazón, “estaríamos juntos todavía si él estuviera vivo”. El casamiento no la frenó, con el apoyo de Pablo siguió estudiando. “Llegué a rendir en una academia de Buenos Aires y adquirí un título que me habilitaba a ejercer la enfermería en Estados Unidos, además de una beca de un año y medio para perfeccionarme”. No pudo ir a EEUU porque tenía a sus hijos chiquitos y lloraban las nenas: “Mamá, no te vayas. Si te pasa algo por allá, nunca más te vamos a ver, porque cómo te vamos a traer, me decían. Entonces renuncié a la beca y seguí acá”.Una gran familia “Estuve casi cinco años sin hijos después de casarme. Era tan fea la vida sin hijos, tan monótona”. Fue el doctor Alberto Boratti quien se la llevó a Posadas para ayudarla
a quedar embarazada. “Él me llenó de inyecciones y estuve tres meses internada. Me abrió la matriz, porque dijo que era infantil y después empecé a tener hijos. Mi marido fue a buscarme en julio, para agosto ya estaba embarazada. Cuando la mayor cumplió cuatro años y ocho meses, yo ya tenía cuatro hijos”. Cinco mujeres y su marido quería el varón. “Cuando la última nena cumplió un año y tres meses, yo tuve el varón. Cinco años después, nació el último”.Esta abuela y madre espera con ansias su cumpleaños 86 porque sabe que todos van a ir a visitarla en su casa, adonde vive con su hijo menor, Horacio. Allí también cuida a sus gallinas, sus chanchos, sus vacas y cose, teje, borda. La vida de una abuela normal, hasta que golpean las manos en su portón y cambia las agujas de tejer por el estetoscopio para cumplir esa promesa que se hizo a sí misma a los quince años: “Nadie va a morir cerca mío por falta de atención”.





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