POSADAS. Son las cuatro de la madrugada y todavía falta mucho para que aclare, pero ya se distinguen siluetas y bultos que arrancan -como en cámara lenta- la larga jornada de trabajo que les espera por delante en una actividad que todavía no está catalogada como “rubro”, pero que sostiene la economía de medio millar de familias en inmediaciones de la feria franca de Santa Rita. Son los “puesteros” que se dedican mayoritariamente a la reventa de ropa usada o de segunda mano, alternativa que no es desconocida en nuestra historia reciente y que remite a un contexto de inflación y pérdida del poder adquisitivo. Los puesteros de “ropa usa” comenzaron a reinstalar la modalidad hace tres o cuatro años, pero en los últimos meses prácticamente se duplicó el número de personas dedicadas a vender lo que otro dejó de usar. Ahora, cada miércoles y domingo, los revendedores instalan sus puestitos bajo carpas y lonas, en construcciones de madera y chapas de cartón o directamente en el piso, y ocupan dos cuadras de veredas y bulevares sobre la avenida Monseñor D’Andrea, un amplio predio sobre un terreno “del Ejército” al costado de la feria franca propiamente dicha, y otras ocho cuadras que van por Chacabuco desde Monseñor D’Andrea hasta Jauretche. Algunos ya adoptaron esta actividad como forma de vida y rotan de feria en feria. Se consideran tan “feriantes” como los colonos que traen sus productos frescos de la chacra para vender, y hasta se animaron a formalizar su existencia con la creación de una cooperativa y una asociación a las que ayudan a sostener con pequeños aportes obligatorios. Otros, los más nuevos, son esporádicos, y entre ellos hay empleados públicos, maestros y personas subocupadas que aparecen de vez en cuando para vender sus propias pertenencias, desde ropa y zapatos hasta ollas o pequeños electrodomésticos. Estos últimos son la expresión más patente de la necesidad y su ya tan famosa “cara de hereje”. La organización vence al tiempoDesde hace dos meses, la avenida Monseñor D’Andrea se volvió peatonal los días de feria gracias a la autorización municipal que obtuvieron los integrantes de la cooperativa “Transformando Realidades”, que nuclea a 120 puesteros. Éstos no sólo se dedican a la reventa de ropa usada: entre ellos hay artesanos, vendedores de ropa “de La Salada”, viveristas que ofrecen plantas y flores, las típicas “mesitas” con mil artículos variados que van desde cortauñas a lentes, linternas y herramientas, vendedoras de cosméticos, de huevos, de productos de limpieza, y los que pretenden aportar a la distensión con copias piratas de música y películas. Del otro lado, en un amplio terreno, se ubican otros vendedores bajo una inmensa estructura que en realidad son 160 puestos armados con madera y chapas de cartón, con aserrín en el piso y una explosión de ofertas ante los ojos. Tienen su propia asociación con comisión directiva electa por sus pares y con el aporte obligatorio mantienen el predio en condiciones. En este caso, la ropa usada se mezcla con los artículos nuevos, casi una réplica de “La Placita”, donde “no hay lo que no hay”. El tercer grupo de puesteros se ubica en los 800 metros que van desde la esquina de la Iglesia de Santa Rita hasta Jauretche, y componen el espectáculo de varias cuadras de mantas en el piso llenas de ofertas y ropas usadas, las que además cuelgan de sogas que atraviesan todo el bulevar. Hace un par de meses, la cantidad de puesteros ocupaba dos cuadras, después fueron cuatro, seis, hasta llegar directamente a la Jauretche, lejos del núcleo original. “A la gente no le alcanza, sale a vender hasta sus propias cosas. Te das cuenta, no son puesteros de siempre, son personas desesperadas”, explica Griselda, que es una de las más antiguas en el sector organizado. Bajo el sol implacable de febrero, Mirta parece confirmar la teoría. Se agacha por enésima vez y ofrece un par de zapatos “de escuela” al que le va bajando el precio de acuerdo a la resistencia del cliente. “Era de mi hijo, está impecable, te dejo por veinte”, lanza su última oferta y finalmente lo vende. Seguramente, si sigue así, salva el almuerzo. De Alemania, con amorMientras que algunos revendedores ofrecen ropa usada de escasa calidad, otros se esmeran por conseguir buenas prendas que asemejan más la oferta al estilo “vintage” tan buscado por cientos de fanáticos de este tipo de ferias. Son los que compran fardos que llegan desde Europa, especialmente desde Alemania, con prendas de excelente compostura y en muy buen estado. “Yo compro en Puerto Rico porque allá llega la ropa alemana. Sale 1.200 pesos el fardo y trae de todo, podés encontrar ropa horrible o muy deteriorada, pero también ropa re top”, explica Griselda, quien agrega que esa suerte de “lotería” no deja de ser conveniente, porque con lo que ganan con las prendas buenas recuperan lo poco que puede quedarles de la ropa “vieja”. Otros compran los fardos en Buenos Aires, desde donde incluso se encargan del envío. Dependiendo del kilaje, no hay fardos que salgan menos de 500 pesos. “Algunos dicen que es ropa americana, pero para mí que es americana de acá nomás”, se ríe Carmen, otra vendedora “experta” que se contacta con sus proveedores por las páginas Mercadolibre o por un proveedor de Oberá. “Nosotros cumplimos un rol social -declara, con seguridad académica- porque miles de pobres se visten y visten a sus hijos gracias a nosotros. Yo también soy pobre, tenemos que ayudarnos entre todos”. Pirulines para mantener once hijos Juan Ángel Vera aprendió el oficio cuando era un nene y vivía en el barrio El Brete, donde la venta ambulante era una ocupación habitual entre los chicos. En su caso, trabajó “años” vendiendo pirulines, los típicos dulces con forma de paragüitas de brillantes y llamativos colores que marcaron la infancia de varias generaciones. Ya con sesenta y tantos “pirulos” encima y varias dolencias tras décadas de trabajar como albañil, Juan Ángel decidió rescatar la “receta secreta” que había aprendido de su antiguo patrón y ahora es uno de los tres vendedores de pirulines de todo el nordeste, según asegura. “Hay uno en Corrientes y otro en Oberá, sé porque nos encontramos en algunas ferias o festivales”, sentencia sin margen de dudas. La jornada de Juan empieza tempranísimo, cuand
o hace el “preparado” que después vuelca en los moldes con la tradicional forma. En apenas quince minutos, el dulce tiene la consistencia requerida y ya se pueden envolver y colocar prolijamente en el palo agujereado que lo acompaña a todas partes. “Vendo frente a las escuelas, en los festivales, en los campings, en las ferias francas y en el balneario El Brete”, cuenta y no deja pasar el detalle: “Allá empecé cuando era chico, allá voy a terminar”. Juan Ángel tuvo once hijos, tres de los cuales todavía viven con él porque “son pichones, van a la escuela”. Los demás “son todos grandes, todos terminaron la secundaria, algunos van a la facultad, todos ya trabajan, tienen su vida”. Ése es su gran orgullo: haber podido “mandar a estudiar” a todos sus hijos, primero con su dura vida de albañil y después con la venta de los pirulines, que hoy por hoy representa su único ingreso. “Yo soy criado a lo de antes, ¿vio? Yo no me voy a sentar a esperar a que me den un plan. No tengo jubilación ni obra social, pero tengo salud, así que lo mío es trabajar, trabajar y trabajar”, explica. Cada “pirulín” cuesta cuatro pesos. Ahora, si le compra, ya sabe que en su fórmula hay un componente secreto: la dignidad.





Discussion about this post