Era un rancho para el que no bastaban los dos ojos para verlo; perdido bajo una melena de uña de gato, parecía florecer con campanitas albas y amarillas cuando la primavera llegaba. Pero también en algunos cementerios hay lapachos plantados y que florecen en agosto, pero eso no hace más alegre el camposanto. Una miríada de gatos constituía la fortuna de la dueña de la casucha y no dejaba ni un saltamontes vivo en los alrededores con la excusa obvia de tener hambre, lo que se adivinaba en sus escuálidas felinidades.Ella era acusada de preparar elíxires, mejunjes y cremas en las que volcaba su empírica sabiduría de la alquimia popular y que servían como erotizantes elementos que complementaban la relación de pareja. Macilenta como sus gatos, tardaba una eternidad en llegar del bañado donde sobrevivía hasta un suburbio de la ciudad donde existía un pariente que a cambio de los mágicos ungüentos y pócimas le entregaba yerba, azúcar, harina y grasa, algo de tabaco y caña y envases de cartón parafinado para sus productos. A veces, una bolsa llena de recortes de carnicería era el anuncio de un festín para los gatos -la vieja era vegetariana-, y de que el brebaje o linimento provisto por la mujer había dado resultado satisfactorio. El comerciante, pariente de la que por sus menesteres se había ganado el honorífico título de “bruja”, le encargó varias veces ciertos afeites extraños para gentes del centro que no querían darse a conocer. Una de las fórmulas que más éxitos le proporcionó siempre era la destilación de licor de caña con ruda, brebaje que la bruja envasaba en botellas plásticas; para ello liberaba el alambique de su carga etílica, le agregaba el puré de hojas de la planta acre y comenzaba la destilación del licor que impide la llegada de males, hechizos y enfermedades a quienes lo ingieran el primer día de agosto. La farmacopeísta barrial llegaba a la feria franca más alejada de su rancho y vendía a buen precio el tradicional líquido. Un año se acercó a ella una mujer modelo de esas damas antiguas que vestían de largo, pañuelo a la cabeza, aros, collares y pulseras de oro y piedras de verdad y le aseguró que iba a darle una fórmula especial que la haría rica y bien mirada por la gente para el resto de sus días.La vieja pensó en su boca atormentada por la falta de dientes, en sus huesos a los que ya no les alcanzaba con las friegas de alcohol yodado con hojas de sarandí, en su estómago reducido a la mínima capacidad y en todas esas cosas que sus pacientes adquirían cuando el curundú de sus payeses funcionaba y aceptó ir a la casa de la matrona ciudadana. Sin discriminarla por su miseria, la patrona la hizo acceder a la casa por la puerta principal y le pasó un vaso con un líquido levemente verde.“¡Tome!”, le dijo. La bruja se mandó al coleto el contenido del vaso y eructó de inmediato. “No é rico mismo”, protestó. “¿Sabe lo que es?”, preguntó la dueña de casa. “Y sí, ruda sin caña, doña”, respondió sin dudar. La mujer le explicó que mucha gente muere porque prefiere mantenerse firme en el voto de no beber alcohol y no toma la caña con ruda el primero de agosto. Y que en algunos países se toma té de ruda o se la deja remojar en agua durante las tres últimas noches de julio.“Pero -dijo la mujer elegante-, hace unos meses apareció por aquí un mago que me enseñó una fórmula maravillosa para preparar la panacea agostina, la caña con ruda sin alcohol. Pero yo no puedo fabricarla, no tengo lugar, no quiero que nadie se entere ni que alguien me copie ni que alguien pueda culparme si la cosa falla”, explicó la señora de largo tras haberle revelado la técnica para el nuevo jarabe. Era tiempo de sequía y la recolección de agua de lluvia era infructuosa. Nada. Una siesta se largó un chaparrón que amenazó con tumbar el rancho pero sin amilanarse la bruja sacó sus latonas al exterior. Juntó agua y echó en ella las hojas de la ruda macho machacadas en el mortero. Después de tres días de maceración, embotelló el líquido esmeralda y lo llevó a su instructora. Entregó la mercancía y recibió su paga. “Nunca cobré tanto por un té de ruda”, rió con boca desdentada la dueña de los gatos. El uno de agosto comenzó para ella la calamidad. Los gatos se mataron entre sí en evidentes ataques de esquizofrenia gatuna. La enredadera se marchitó y perdida la fuerza de su tallo el techo que sostenían se derrumbó dejando a la bruja tirada en el suelo con las piernas dentro del aplastado rancho y el torso en la parte exterior. Durante tres días estuvo así. No sentía hambre ni sed. Sólo curiosidad. Al tercer día un auto negro se detuvo. La mujer de ropas y joyas caras descendió y la increpó “¡Maldita vieja tramposa!” y otros insultos. Hizo un pase mágico con la enguantada mano izquierda y el rancho terminó de caer. La bruja se fue transformando en un enorme gato negro, antes de comenzar a maullar, la vieja preguntó “¿Qué hice mal?”. La respuesta fue “Usar simple agua de lluvia. Debiste esperar a juntar agua de lluvia en un día de sol, de esos en que se cuenta que se casa el Diablo, vieja perra!”.Un desgarrante maullido selló el paso de la bruja a un mundo extraño. La última y escasa visión del universo que conocía antes fue la de un enorme demonio que ataviado con ropas femeninas subía a una limusina negra, muy negra.





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