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Una franja a la vez: aumentando la conciencia sobre las enfermedades raras en América Latina

Un exhaustivo análisis de Economist Impact muestra las fallas del sistema sanitario, la odisea diagnóstica y el peso económico y emocional que recae sobre pacientes y cuidadores.

4 diciembre, 2025

En un mundo cada vez más interconectado y tecnológicamente avanzado, donde las ciencias biomédicas despliegan logros asombrosos -desde la edición genética hasta terapias personalizadas-, persiste en América Latina una realidad silenciosa, fragmentada y profundamente injusta: la de millones de personas que viven con enfermedades raras (ER), cuyo sufrimiento no solo es clínico, sino también institucional, social y económico.

El informe “One stripe at a time: raising awareness of rare diseases in Latin America” (Una franja a la vez: aumentando la conciencia sobre las enfermedades raras en América Latina), elaborado por Economist Impact en 2024, es un grito de alerta estructurado, un mapa de las grietas sistémicas que fracturan la equidad en salud, y una llamada urgente a la acción colectiva para reconocer que lo “raro”, en su conjunto, no es marginal: es masivo, y su impacto es devastador.

En este artículo se tratará de desentrañar las implicancias del informe y reflexionar sobre lo que revela de nuestras sociedades, sistemas de salud y valores políticos. Se trata de un ejercicio crítico que busca integrar datos, testimonios y tendencias regionales en una narrativa que excede la epidemiología y se adentra en la ética, la justicia social y los dilemas del desarrollo en el siglo XXI.

Lo “raro” no es tan “raro”

Uno de los primeros y más poderosos hallazgos del informe es la desarticulación del término “enfermedad rara” como sinónimo de irrelevancia epidemiológica. Citando cifras globales y regionales, el documento subraya algo incómodo: si bien cada ER afecta a un número reducido de individuos, su suma total constituye una carga de salud pública imposible de ignorar.

Globalmente, se estima que existen entre 6.000 y 8.000 enfermedades raras, que afectan a entre 350 y 450 millones de personas en el mundo. En América Latina, la cifra asciende a entre 40 y 50 millones de personas -una población equivalente a la de Colombia y Argentina juntas-. Brasil lidera la carga regional con 13 millones de afectados, seguido por México (6 millones) y Argentina (3 millones). Estas cifras no son aproximaciones teóricas: son proyecciones basadas en prevalencias conocidas de ER relativamente mejor documentadas (como narcolepsia, enfermedad de Fabry, fibrosis quística, hemofilia, atrofia muscular espinal y distrofias retinianas), extrapoladas en contextos donde los sistemas de vigilancia epidemiológica son deficientes o inexistentes.

Esto revela un primer sesgo cognitivo y político: considerar que lo que afecta a pocos no debe ser prioridad. Como afirma Rafa Zimbaldi, representante estatal en la Asamblea Legislativa de São Paulo (Brasil): “A menudo los responsables políticos dejan fuera (de la agenda)discusiones importantes (como las enfermedades raras) porque no alcanzan o benefician a muchas personas”.

Pero ¿qué es “muchas personas” en una región de más de 650 millones de habitantes? ¿40 millones no son suficientes para declarar una emergencia de salud pública? El informe obliga a repensar los umbrales de lo prioritario: no por dispersión geográfica o demográfica, sino por impacto real y por principio de justicia.

Además, el 80% de las ER tienen origen genético, y el 75% se manifiestan en la infancia -especialmente entre los 0 y 5 años-. Este no es un dato menor: es un indicador de su capacidad destructiva temprana. Las ER son responsables del 35% de las muertes en el primer año de vida y del 30% de las muertes antes de los cinco años. Cada diagnóstico no confirmado, cada tratamiento no accesible, cada política no implementada, no es una demora burocrática: es una sentencia potencial.

La odisea diagnóstica: el primer acto de abandono institucional

Quizás el punto más angustiante y recurrente del informe es la extensión y complejidad del “peregrinaje diagnóstico” (o diagnostic odyssey). En América Latina, el 75% de los pacientes con ER no tiene un diagnóstico definitivo. El tiempo promedio para lograrlo oscila entre cuatro y cinco años, aunque puede extenderse a décadas. En Colombia, por ejemplo, los pacientes reportan al menos ocho consultas médicas y tres diagnósticos erróneos antes de recibir uno correcto. En Chile, la hematóloga Valentina Goldschmidt Plate afirma con crudeza: “Las ER se diagnostican tarde… si es que se confirman en absoluto”.

Este retraso no es accidental; es estructural y en el confluyen tres factores:

  • Falta de conocimiento en atención primaria: los médicos de cabecera, primer contacto del sistema de salud, no están formados para sospechar ER. Su formación se centra en patologías prevalentes (diabetes, hipertensión, infecciones), no en “cebras” -de ahí el nombre de la iniciativa mexicana Iniciativa Pensemos en Cebras, que hace referencia al aforismo médico: “Cuando escuches cascos, piensa en caballos, no en cebras”. Pero en ER, las cebras existen, y su reconocimiento es vital.
  • Escasez de especialistas: la región sufre una grave carencia de genetistas clínicos, consejeros genéticos, bioinformáticos y laboratorios de secuenciación. Como señala Gabriela Repetto, genetista chilena y directora del Programa de Enfermedades Raras del Centro de Genética y Genómica de la Clínica Alemana Universidad del Desarrollo: “Realmente depende del interés personal y del tiempo (del profesional)”. Es decir, el diagnóstico no es un derecho garantizado, sino un privilegio condicionado por la motivación individual de un especialista.
  • Concentración geográfica de recursos: los centros especializados están localizados casi exclusivamente en grandes ciudades y en hospitales universitarios o privados. En Brasil, a pesar de la Política Nacional de Atención Integral a Personas con Enfermedades Raras (2014), los centros de referencia siguen insuficientes y mal distribuidos. En Chile, las poblaciones rurales e indígenas enfrentan barreras aún mayores: no solo falta personal capacitado, sino infraestructura básica para pruebas genéticas. El resultado es un sistema que, de facto, discrimina por lugar de nacimiento, clase social y educación. Quien vive en una capital, tiene cobertura privada y acceso a internet puede iniciar el peregrinaje con alguna ventaja. Quien vive en una comunidad rural sin especialistas ni transporte público, queda condenado al silencio diagnóstico -y, por ende-, terapéutico.

La carga económica: entre la quiebra familiar y el colapso presupuestario

Una de las paradojas más crueles de las enfermedades raras es que, aunque afectan a pocos, su costo individual es extremadamente alto. El informe cita que el 88% de los medicamentos huérfanos (desarrollados para ER) cuestan más de US$ 10.000 anuales por paciente -hasta 25 veces más que fármacos convencionales-. Algunos superan los US$ 300.000 por año, como en el caso de la hemofilia en México (US$ 332.458 en 2019) o en Ecuador (US$ 156.064 en 2017).

¿Por qué son tan caros? No necesariamente porque su desarrollo sea más costoso -de hecho, los costos de I+D son similares a otros fármacos-, sino porque el mercado es diminuto. Las farmacéuticas recuperan la inversión en pocos pacientes, lo que justifica (desde una lógica mercantil) precios exorbitantes. Pero esta lógica choca frontalmente con el principio de solidaridad en salud.

Aquí aparece otro estrato de desigualdad: el acceso no depende solo del diagnóstico, sino del régimen de salud al que pertenece el paciente.

  • Sistema público: en muchos países, los medicamentos huérfanos no están incluidos en los planes obligatorios de salud. Incluso cuando sí lo están (como en Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador y Panamá), la implementación es irregular. En Chile, la Ley Ricarte Soto -diseñada para financiar tratamientos de alto costo- aplica criterios de costo-efectividad tradicionales que excluyen sistemáticamente a las ER, porque no alcanzan los umbrales de beneficio poblacional exigidos (por ejemplo, años de vida ajustados por calidad, o QALYs). Como explica Repetto: “Los métodos tradicionales de evaluación económica no capturan el valor social completo”. ¿Qué valor tiene evitar la discapacidad en un niño? ¿O permitir que un adulto con enfermedad de Fabry no sufra fallo renal? La economía convencional no lo cuantifica bien -ni quiere hacerlo-.
  • Sistema privado: aunque más ágil en diagnóstico, tampoco garantiza cobertura. Muchos seguros excluyen ER por “condiciones preexistentes” o límites de gasto. La hematóloga Goldschmidt Plate narra un caso emblemático: en la hemoglobinuria paroxística nocturna, “el acceso al diagnóstico es bueno, pero el problema es que es difícil asegurar el tratamiento: en el sistema público no tienen acceso, y en el privado tienen que pelear… y demandar”. Este último punto introduce un fenómeno creciente y profundamente revelador: la judicialización de la salud.

Judicialización: el derecho como último recurso, ¿y a qué costo?

Cuando los sistemas fallan, los pacientes recurren a los tribunales. En Brasil, Colombia, Argentina y Chile, es común que familias demanden al Estado o a aseguradoras para obtener medicamentos no cubiertos. Entre 2010 y 2017, Brasil gastó casi R$ 5.200 millones (unos US$ 1.000 millones) en cumplir sentencias judiciales relacionadas con acceso a medicamentos -una parte significativa para ER-.

Este fenómeno no es un triunfo del Estado de Derecho, sino un síntoma de colapso institucional. La judicialización:

  • Desvía recursos de políticas preventivas y de salud colectiva hacia soluciones individualizadas y reactivas.
  • Aumenta la desigualdad: quienes tienen abogados, conocen sus derechos y pueden movilizarse (generalmente clases medias y altas urbanas) logran acceso; quienes no, no.
  • Genera incertidumbre para el sistema: si cada tratamiento se decide en los tribunales, no hay planificación ni sostenibilidad presupuestaria.

Paradójicamente, la judicialización ha impulsado innovaciones: en Brasil, ha llevado a asociaciones público-privadas a producir localmente medicamentos estratégicos. Pero esto no es suficiente. Como señala el informe, la solución no es más demandas, sino menos necesidad de demandar. Requiere políticas proactivas, no reactivas.

 

 

El peso invisible: cuidadores, mujeres y el colapso silencioso

Detrás de cada paciente con ER hay, en promedio, dos cuidadores; en América Latina, 80 millones de cuidadores, la gran mayoría mujeres, especialmente madres. Este dato es estremecedor y revelador: el sistema de salud externaliza su fracaso hacia el hogar, y dentro del hogar, hacia las mujeres.

Una encuesta brasileña citada en el informe muestra que los cuidadores reportan:

  • Dolor corporal (79%)
  • Mala calidad de sueño (60%).
  • Falta de energía para actividades diarias (82%).
  • Sensación de estar perdidos (72%).
  • Aislamiento emocional (68%).

Muchos deben renunciar a su empleo o reducir jornadas, lo que agrava la pobreza ya inducida por los altos costos médicos. No hay subsidios sistemáticos, ni licencias remuneradas amplias, ni apoyo psicológico institucionalizado.

Este es el trabajo reproductivo no remunerado de la enfermedad rara: un subsidio social que sostiene, de manera invisible, los agujeros del sistema.

Y como ocurre con todo lo que se naturaliza como “rol femenino”, se ignora en las políticas públicas. No se presupuesta el cansancio de una madre que administra enzimas intravenosas a su hijo cada dos semanas mientras cuida de sus otros hijos y trabaja media jornada.

El informe menciona que “esto pone presión financiera adicional en hogares ya golpeados por los altos costos del tratamiento”. Pero va más allá: es una violación de derechos humanos -al trabajo, a la salud mental, a la participación social- que no se nombra como tal.

El rol transformador de las organizaciones de pacientes

Frente a este panorama, el informe destaca un rayo de esperanza: el poder movilizador de las organizaciones de pacientes. Grupos como Iniciativa Pensemos en Cebras (México), la Asociación de Enfermedades Hipofisarias (Argentina) o la Red de Pacientes con Enfermedades por Depósito Lisosomal (México) no solo brindan apoyo psicosocial, sino que actúan como lobbistas sociales, generando evidencia, educando a médicos y presionando a gobiernos.

Jacqueline Tovar, directora de Pensemos en Cebras, describe su labor como “la mano que acompaña y guía a los pacientes a lo largo de su proceso, empoderándolos y abogando por ellos”. Y subraya una estrategia clave: continuidad más allá de los ciclos políticos. “Buscamos audiencia con tomadores de decisiones, independientemente de los cambios de administración”, dice. Esto es crucial en una región donde las políticas de salud suelen ser efímeras, atadas a gobiernos y no a leyes estructurales.

Sus logros son concretos: en Argentina, lograron la inclusión de guías diagnósticas para enfermedades hipofisarias en la formación de médicos de primer nivel. En México, su modelo integral para enfermedades lisosomales logró “atención de alto nivel político y respaldo financiero”. Lo hacen con pocos recursos, pero con una ventaja única: hablan desde la experiencia vivida, no desde la teoría.

Como señala Tovar: “Debemos hacer entender a los tomadores de decisiones que esto no es un gasto, sino una inversión… porque las secuelas, la discapacidad y los ingresos a terapia intensiva siempre tendrán un costo mayor”. Esta es la lógica de la prevención inteligente, una que los economistas de la salud conocen, pero que rara vez se traduce en acción.

Sin embargo, el informe también advierte un límite: aproximadamente el 50% de las ER no tienen fundaciones, redes o comunidades específicas. Son enfermedades tan raras que ni siquiera hay un grupo de tres familias para organizarse. Aquí la responsabilidad recae enteramente en el Estado: si la sociedad civil no puede autoorganizarse por pura escasez numérica, el sistema debe intervenir antes, no después.

Fragmentación normativa: ¿protección real o papel mojado?

América Latina muestra una diversidad regulatoria alarmante en ER:

  • Políticas integrales (con financiamiento, centros especializados, medicamentos cubiertos): Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador, Panamá.
  •  Políticas básicas no financiadas: Guatemala, México, Perú, Uruguay, tienen leyes, pero no presupuesto asignado para tratamiento.
  •  Ausencia total de marco legal: Venezuela, Cuba.

Colombia fue pionera en 2010 con la Ley 1392, un hito regional. Pero tener una ley no es lo mismo que implementarla. El informe de Economist Impact cita que en 2019, el Ministerio de Salud de Perú gastó US$ 33 millones en 42.000 pacientes (unos US$ 785/paciente/año), mientras que en Colombia, el tratamiento del síndrome urémico hemolítico atípico -una ER- costó casi US$ 4 millones para solo 18 pacientes (US$ 222.000/paciente/año). Esto no indica ineficiencia, sino que las ER tienen costos extremadamente heterogéneos, y los sistemas no están diseñados para manejar esa variabilidad.

La falta de una definición regional unificada de ER agrava el problema. Algunos países usan el umbral de la OMS (< 6,5/100.000), otros el de la UE (< 5/100.000). Esto impide comparar datos, armonizar políticas o negociar compras conjuntas de medicamentos. Sin estandarización, no hay escala; sin escala, no hay poder de negociación.

Entre el laboratorio y el pasillo burocrático

El informe señala que “el futuro es brillante… si los países fomentan un entorno favorable para que la innovación prospere”. Pero ¿qué significa “innovación” en este contexto? No solo nueva terapia, sino también nuevas formas de hacer llegar lo que ya existe.

Dos casos que ilustran esta tensión son:

  • Brasil: En 2014, lanzó la Política Nacional de Atención Integral a Personas con Enfermedades Raras, incluyendo acceso a pruebas genéticas y centros de referencia. Un avance regional indiscutible. Pero “a pesar de la política, el acceso sigue siendo un desafío porque los centros especializados están concentrados en hospitales universitarios de grandes ciudades y carecen de laboratorios y profesionales suficientes”. Es decir: hay voluntad política, pero no capacidad estatal. La innovación no se mide por la promulgación de una ley, sino por su penetración territorial. Aquí surge una propuesta subutilizada, las redes de diagnóstico escalonado. Por ejemplo:
    a) Nivel 1 (atención primaria): algoritmos clínicos simplificados (en formato app o guía impresa) para “señales de alerta roja” de ER (ej.: retraso global + dismorfias + consanguinidad).
    b) Nivel 2 (hospitales regionales): telegenética con especialistas centrales + kits de toma de muestra estandarizada para envío a laboratorios referenciales.
    c) Nivel 3 (centros nacionales): secuenciación completa, confirmación y plan de manejo.
    Esto ya se ensaya en países como Estonia o Tailandia, con reducciones del 40-60% en tiempo diagnóstico. En Brasil, con su infraestructura digital creciente (TeleSUS, Conecte SUS), es técnicamente viable -pero requiere inversión en capacitación y logística, no solo en equipamiento-.
  •  Chile: La Ley Ricarte Soto, aunque progresista en su diseño, ilustra un dilema ético fundamental: ¿cómo valorar lo que no encaja en los modelos neoclásicos de salud?

Como explica el informe, los criterios incluyen “carga de enfermedad, impacto presupuestario, preferencias sociales, costo-efectividad y costos que superen un umbral legal”. Pero las ER fracasan en tres de estos cinco:

  1. Carga de enfermedad: medida en DALYs (años de vida ajustados por discapacidad), subestima el impacto en la infancia temprana y en cuidadores.
  2. Costo-efectividad: un tratamiento que salva 10 años de vida en un solo paciente no supera el umbral de 1 o 3 veces el PIB per cápita (como exigen muchos sistemas), mientras que un vacuna que previene 1.000 casos de una enfermedad común sí lo hace.
  3. Impacto presupuestario: una terapia de US$ 300.000/año para 20 pacientes parece insostenible; pero si evita 5 trasplantes renales y 80 ingresos a UCI, el ahorro a 5 años puede ser positivo -pero los modelos no proyectan así-.

Aquí, el aporte de Repetto es clave: “Los métodos tradicionales no capturan el valor social completo”. ¿Qué valor tiene que un niño con atrofia muscular espinal tipo 1 pueda sentarse, sonreír, interactuar; que una mujer con enfermedad de Fabry no pierda sus riñones y pueda criar a sus hijos o que una familia no se endeude hasta la ruina?

Estas preguntas no tienen respuesta en una curva de Markov. Requieren ética deliberativa: comités con pacientes, cuidadores, economistas y filósofos, que ponderen valores no monetizables. Países como Noruega y Suecia ya lo hacen. En América Latina, es urgente.

¿Hacia una salud que no excluya por rareza?

El título del informe -“Una franja a la vez”- evoca la metáfora de la cebra: no se ve la cebra de una sola vez, sino franja por franja, lentamente, con atención. Es una invitación a la paciencia, sí, pero también a la persistencia. Porque lo que está en juego no es solo la vida de unos pocos: es la coherencia moral de los sistemas de salud.

Una sociedad que declara el derecho a la salud como universal -como lo hacen todas las constituciones latinoamericanas- no puede tolerar que ese derecho se suspenda para quien padece una enfermedad poco frecuente. La rareza no invalida la dignidad. La baja prevalencia no anula la urgencia.

El informe deja claro que las soluciones existen, pero requieren:

  • Inversión en formación médica: integrar genética y ER en currículos de pregrado y posgrado, con énfasis en atención primaria.
  • Desarrollo de infraestructura descentralizada: laboratorios móviles, telemedicina con especialistas, redes regionales de diagnóstico.
  • Reforma de criterios de evaluación económica: incorporar valor social, impacto en cuidadores, y beneficios intergeneracionales en las decisiones de cobertura.
  • Fortalecimiento de la producción local: acuerdos de transferencia tecnológica, patentes flexibles, fomento a bioeconomía regional.
  • Protección integral a cuidadores: licencias remuneradas, subsidios, atención psicológica, reconocimiento laboral.
  • Una política regional coordinada: bajo el alero de la OPS o la CEPAL, para estandarizar definiciones, compartir datos y negociar fármacos en bloque.

Pero sobre todo, requiere un cambio de narrativa. Dejar de ver las ER como excepciones, y reconocerlas como parte constitutiva de la diversidad humana. En una era de medicina genómica, todos somos potencialmente portadores de variantes patogénicas raras. La línea entre “normal” y “raro” es más delgada de lo que creemos.

Como escribió el genetista italiano Emilio Zuccaro: “No hay enfermedades raras, hay pacientes raros… hasta que aparece el segundo”. Cada diagnóstico que se confirma, cada familia que se organiza, cada ley que se promulga, es una franja más de la cebra que finalmente se hace visible.

Y cuando la cebra está completa, ya no puede ignorarse. No se trata de salvar a unos pocos. Se trata de construir un sistema que no abandone a nadie.

En América Latina, donde la desigualdad es estructural y la promesa de justicia social sigue siendo una deuda histórica, las enfermedades raras son un espejo implacable: nos muestran cómo el sistema trata a quienes no encajan en las estadísticas, a quienes no tienen lobby económico, a quienes no “benefician a muchos”.

Pero también son una oportunidad: la posibilidad de construir un modelo de salud más inclusivo, más inteligente, más humano. Uno donde la innovación no sea un lujo para unos pocos, sino un derecho garantizado para todos, inclusive y especialmente, para los más raros.
Porque al final, como bien lo dice el informe: “El futuro es brillante para las personas con ER si los países latinoamericanos fomentan un entorno favorable para que la innovación prospere”.

Pero el brillo no llegará solo. Llegará una franja a la vez, con persistencia, con ciencia, con justicia y con la convicción de que nadie es demasiado raro como para ser invisible.

Cuidadores: el pilar invisible

Detrás de cada persona con una enfermedad rara hay una red familiar que sostiene lo que los sistemas de salud no cubren. Y sin embargo, ese sostén –inmenso, cotidiano e invisible– permanece fuera de todas las regulaciones estatales. El informe de Economist Impact aporta cifras duras sobre el desgaste físico y emocional de los cuidadores, pero revela algo aún más profundo: la región sigue sin reconocer que su rol no es accesorio, sino estructural para la supervivencia de millones de pacientes.

El documento describe que hay 80 millones de cuidadores en la región, 79% con dolor corporal, 82% sin energía para actividades diarias, 72% sintiéndose perdidos.

¿Qué implica esto? Que el sufrimiento no es anecdótico: es estructural. Y sin embargo, en ninguna política nacional de ER se incluye un programa integral de apoyo al cuidador con:

  • Licencia remunerada ampliada (mínimo 6 meses/año, renovable);
  • Subsidio económico directo (como en Portugal o Japón, donde se paga el 70% del salario mínimo);
  • Atención psicológica obligatoria, no como “servicio adicional”, sino como parte del plan de cuidados;
  • Reconocimiento laboral: años de cuidado contabilizados para jubilación.

Más allá de lo material, hay una dimensión simbólica: el cuidado como trabajo productivo.

En la contabilidad nacional, no se registra el valor del cuidado no remunerado. Pero un cálculo conservador (basado en horas promedio/día y salario mínimo) sugiere que el cuidado de enfermedades raras en Latinoamérica genera un valor no contabilizado de US$ 12.000 millones anuales -una economía paralela de dimensiones macroeconómicas-.

Reconocer esto no es filantropía; es justicia distributiva. Y como señala un documento de la ONU citado en el informe (ref. 15), “las personas con enfermedades raras y sus familias enfrentan desafíos que requieren respuestas multisectoriales”.

El cuidador no es un “acompañante”: es un agente de salud clave, y debe tratárselo como tal.

El espejismo del diagnóstico

La investigación describe con precisión la “odisea diagnóstica”, pero esta metáfora, aunque evocadora, puede suavizar la realidad más dura: para muchos no hay odisea, sino ausencia de viaje. No se trata de un camino largo; es que el camino no existe.

Recordemos el dato crudo: el 75% de los pacientes con enfermedades raras (ER) en América Latina carece de diagnóstico definitivo. Esto no significa que estén “en proceso” -muchos están detenidos en un limbo clínico: síntomas sin nombre, pruebas sin interpretación, derivaciones sin destino-. Como señaló Gabriela Repetto, la formación de los profesionales “depende del interés personal y del tiempo”. En un sistema abrumado por la demanda de patologías prevalentes, el profesional que dedica horas a investigar un caso atípico lo hace fuera del sistema, como acto de vocación, no de obligación. Esto no es sostenible, ni justo.

Pero hay un nivel aún más profundo de exclusión: el de las poblaciones indígenas, afrodescendientes y rurales. El informe menciona brevemente que en Chile, fuera de las metrópolis, “las poblaciones rurales e indígenas están particularmente desatendidas”. Esta frase merece desglose.

Los sistemas de salud en la región están construidos sobre una matriz urbanocéntrica y biomédica hegemónica. Los protocolos diagnósticos están calibrados para fenotipos europeos. Las variantes genéticas frecuentes en poblaciones andinas, amazónicas o caribeñas -como ciertas mutaciones en G6PD, HBB o genes mitocondriales- no están bien representadas en las bases de datos globales (como ClinVar o gnomAD), lo que incrementa el riesgo de falsos negativos en secuenciación. En otras palabras: la genómica de precisión, paradójicamente, puede ser menos precisa para quienes no pertenecen al “estándar genético global”.

Un estudio citado implícitamente en el informe (Adachi et al., 2023) destaca que los desafíos diagnósticos se agravan por “la falta de pruebas genéticas accesibles y consejería genética en entornos de recursos limitados”. Pero no es solo falta de tecnología: es falta de epistemologías inclusivas. La medicina tradicional, el conocimiento ancestral sobre síntomas y herencia, rara vez se integra en los algoritmos diagnósticos.

Así, un niño wayúu con convulsiones atípicas y retraso neurológico no se convierte en un caso para estudio genómico, sino en un “caso de epilepsia refractaria”, con un tratamiento paliativo y sin investigación etiológica.

Esto no es negligencia individual. Es invisibilidad estructural: un diseño sistémico que excluye por omisión, no por malicia. Y mientras persista, los esfuerzos de concientización -por nobles que sean- seguirán alcanzando solo a quienes ya están dentro del sistema.

Tags: América LatinaCuidadoresDerechos HumanosEnfermedades rarasEnfoqueInequidadPolíticas sanitariasSalud PúblicaSistemas de salud
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