Por: Hilarion Benitez
Amaneció el 17 de agosto de 2023 con tormentas intensas, ráfagas de viento y una lluvia incesante que azotaba la región.
Un mal presagio inexplicable, sentía en mi interior.
El clima no era el ideal para viajar, pero tenía compromisos laborales impostergables. Mi destino era Eldorado, a treinta kilómetros de Montecarlo, por una ruta difícil, con agua acumulada, piedras sueltas y un riesgo constante. A pesar de la inseguridad, emprendí el viaje con la precaución necesaria. Cumplí con mi tarea y regresé sin inconvenientes.
La jornada avanzó entre trámites y obligaciones en mi oficina hasta que llegó la hora de mi turno con el odontólogo en Puerto Rico, a cuarenta y cinco kilómetros de casa. La situación climática no había mejorado: la llovizna era persistente, la niebla espesaba el ambiente y la visibilidad en la ruta era mínima.
Aun así, emprendí nuevamente el camino. A las nueve de la noche, cuando finalizó la consulta, la ciudad se veía desierta. La avenida principal estaba oscura, envuelta en la bruma, y el viento frío pegaba en el rostro con pequeñas agujas de agua helada.
Fue allí, en medio de ese escenario casi fantasmal, donde vi un carrito de comida iluminado en la penumbra. Me acerqué para comprar algo y, mientras conversaba con la vendedora, una bicicleta pasó rápidamente a mi lado.
Un hombre de pequeña contextura, con una gorra de visera baja que ocultaba su rostro, giró y regresó. Se detuvo frente a mí y me preguntó:
-¿Usted es Hilarion?
-Sí, soy Hilarion -respondí, extrañado.
-¿Hilarion Benitez?
-Sí, Hilarion Benitez.
El hombre guardó un breve silencio antes de preguntar:
-¿No se acuerda de mí?
La visera de su gorra y la escasa iluminación no me permitían reconocerlo, así que le respondí con sinceridad:
-Te veo poco… Además, está oscuro. No logro distinguirte.
Él sonrió y dijo:
-Trabajé con usted hace muchos años, soy carpintero. Colocamos juntos las aberturas de su edificio.
Su afirmación me desconcertó. No recordaba haber trabajado con él, pero sí con un hombre que encajaba en su descripción.
-Eso lo hizo Yiyo -dije-. Pero Yiyo falleció hace quince años. Se ahorcó en un aserradero abandonado donde vivía.
El hombre mantuvo su mirada fija en mí y dijo con tranquilidad:
-Yo soy Yiyo.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
-No bromees con eso -atiné a decir, tratando de encontrar una explicación racional-. Si sos Yiyo… ¿de dónde venís? ¿Por qué te quitaste la vida?
-Es una historia larga -contestó-. Mañana voy a estar en Montecarlo.
Sentí que la sangre se me helaba.
-¿Cómo que vas a estar en Montecarlo? -pregunté-. ¿Me estás anunciando algo? ¿Querés decirme que vas a venir a mi velorio?
Él soltó una risa breve y negó con la cabeza. Luego, agregó:
-El año pasado hablé con su hijo Gonzalo en un boliche de Puerto Rico.
Eso me hizo dudar aún más.
-No, eso no puede ser -respondí-. Gonzalo se casó y ya no frecuenta boliches. Algo no encaja en tu historia.
Para despejar mi inquietud, intenté un gesto amistoso:
-¿Te invito algo para comer?
-No, gracias -rechazó la oferta con un ademán.
-¿Te puedo dar un abrazo? -pregunté.
Nos abrazamos. En ese momento, percibí el olor a alcohol en su aliento y vi su barba rojiza, igual a la de Yiyo. La mente me jugaba una mala pasada o realmente algo extraño estaba ocurriendo.
-¿Querés que te dé algo de dinero? -ofrecí.
Tomó el billete, lo dobló y lo guardó en su bolsillo. Me sonrió levemente y se alejó en su bicicleta, perdiéndose en la neblina.
Me quedé inmóvil por unos instantes, procesando lo que acababa de ocurrir. Finalmente, subí a mi vehículo y emprendí el regreso a Montecarlo.
El camino de vuelta fue tenso. La ruta estaba peligrosa, la visibilidad era escasa y mi mente no dejaba de repasar la conversación. Al llegar a casa, me dormí agotado.
Aquella noche tuve un sueño que se convirtió en pesadilla: mi hermano fallecido apareció ante mí. Tenía una estatura descomunal, su dedo índice era enorme y yo flotaba en el aire, sujetándome de él. Abajo, se extendía un prado verde y, al costado, una selva espesa de un tono vibrante. La imagen era impactante y la sensación, indescriptible. Me desperté con angustia.
A la mañana siguiente, cuando mi hijo Gonzalo llegó a la oficina, le pregunté directamente:
-¿Alguna vez estuviste en un boliche en Puerto Rico y hablaste con Yiyo?
Me miró sorprendido y negó con firmeza.
-No, papá. Yiyo murió hace años. Además, hace muchos años que no voy a un boliche de Puerto Rico.
Mi inquietud creció. ¿Yiyo me había mentido? ¿O acaso era posible lo imposible?
Esa noche, a las nueve, seguía en la oficina trabajando cuando llegó Camilo.
-¿Qué hacés todavía acá, papi? -preguntó-. ¿Para qué trabajás tanto?
Decidí contarle lo sucedido y le dije en tono de broma:
-Ya me quedan solo tres horas.
-¿Tres horas para qué? -inquirió, confundido.
-Para que termine el día y Yiyo venga a buscarme.
Camilo se preocupó. Se quiso quedar conmigo, pero yo me reí y traté de tranquilizarlo. Pasó la noche y Yiyo no apareció.
Al día siguiente, aún intrigado, le pregunté a mi otro hijo, Rodrigo:
-¿Alguna vez fuiste a un boliche en Puerto Rico y hablaste con Yiyo?
Rodrigo me miró y respondió con naturalidad:
-Sí, hace un año más o menos. Estaba bien borracho, pobre hombre!!
Se me erizó la piel. Lo imposible, de pronto, cobraba un extraño sentido.





