Cada 5 de noviembre se conmemora el Día Internacional de las Personas Cuidadoras, lo que representa, al mismo tiempo, una paradoja de nuestras sociedades.
Son quienes sostienen la vida cotidiana -acompañando a personas mayores, niños, personas con discapacidad o en situación de enfermedad-. Sin embargo, continúan siendo, en la mayoría de los casos, las menos reconocidas, las peor remuneradas y las más sobrecargadas.
En la base de toda comunidad, hay una red invisible que sostiene lo más elemental: la posibilidad de vivir, de sanar, de envejecer con dignidad o de atravesar momentos difíciles con alguien al lado.
Esa red está hecha de manos que cocinan, limpian, bañan, acompañan al médico, escuchan, consuelan y siguen, incluso cuando el cansancio ya no se mide en horas. Son las personas cuidadoras, muchas veces mujeres, casi siempre con más compromiso que reconocimiento.
En toda la región las estadísticas son contundentes: más del 75% del trabajo de cuidado recae en mujeres, y una proporción significativa se realiza de manera no remunerada. Este trabajo no aparece en los informes económicos ni se computa en el PBI, pero sin él, ninguna economía sería posible. Las cuidadoras hacen posible que otros trabajen, que los hogares funcionen y que la vida social continúe, pero rara vez reciben un ingreso justo, un descanso regulado o una cobertura de salud adecuada.
No se trata solo de gratitud, sino de derechos. De entender que el cuidado no es un “rol femenino” ni una obligación moral, sino una función social que debe ser compartida, protegida y remunerada.
Cada cuidadora sin obra social, cada jornada sin descanso, cada adulto mayor sin asistencia adecuada, expone el vacío de una estructura que descansa en el sacrificio de quienes menos tienen. Revalorizar el cuidado es entonces reconocer que no hay desarrollo ni crecimiento sin empatía organizada.







