Con los dedos de sus manos, Ángela Tillería de Brítez cuenta los días que faltan para llegar a los 100 años. Es que el 1 de octubre es una fecha digna de festejar porque lleva una vida feliz y porque se siente “contenta de estar todavía con mis hijos, con quienes formé una hermosa familia”.
Desde su casa del barrio Yacyretá, contó que sus familiares proyectan un festejo con los vecinos de los barrios que se encontraban en la ribera del Paraná, antes de ser relocalizados, muchos de los cuales fueron traídos al mundo gracias a sus habilidades como partera.
Nació en 1925 en Mbuyapey, departamento de Paraguarí, Paraguay, y se crió en la campiña paraguaya, junto a sus padres Cipriano Tillería y Marcelina Caballero y a once hermanos que ayudaban en las tareas rurales. Por lo general, plantaban maíz, tabaco, algodón que, después de cosechar, vendían en Mbucuí y Villarrica a los grandes productores. A su regreso, “compraban las telas por rollo, entonces todos tenían la ropa del mismo color, tanto varones como mujeres”.

Vino a Posadas a los 24 años en busca de trabajo, pero de pronto apareció el padre de sus hijos, Mateo Brítez, un navegante, también paraguayo, de Hernandarias, con algunos años de diferencia, de quien “me enamoré”, aunque reconoció que “estuvimos de novios un solo día”, porque “para qué esperar tanto”, agregó entre risas.
Según su hijo Abel, “ella no quería vivir en la chacra, haciendo las plantaciones, acarreando agua desde grandes distancias. Quería tener una vida mejor y se enfocó en su viaje a la Argentina. Tomó un atado de ropas, lo alzó al hombro y caminó a lo largo de 18 kilómetros para poder tomar un colectivo. Siguió por unas seis horas hasta la ruta 1 y le quedaban 220 kilómetros hasta Encarnación, que eran como dos días de viaje porque se debía pasar un río extenso en una balsa hecha con tambores, mientras que para cruzar por los arroyos se colocaban tablones de madera”.
Fue a casa de una prima que vivía cerca de la terminal de Encarnación, donde pernoctó, y al día siguiente fue hasta el puerto, donde manifestó su deseo de trabajar en Posadas. Lo encontró en casa de una mujer que, poco después, se convertiría en su cuñada.

Una vez conformado el matrimonio y con la llegada de los chicos, viajaban en un tren a vapor desde Encarnación a Maciel, tardando unos tres días. Se bajaban, alquilaban una carreta, hacían 40 kilómetros y, al llegar a Mbuyapey, rentaban caballos porque no había ruta que le permitiera llegar a casa de los padres de Ángela. “Iban por el costado de un cerro porque el lugar era inaccesible”, manifestó el hijo, que también hizo esa travesía, pero no la recuerda porque era muy pequeño.
En ese “paraíso de arroyos y cascadas” se quedaban un mes y los niños posadeños tenían que aprender el guaraní porque, de lo contrario, no podían jugar con sus primos.
“Partera” sin título
Además de ser una madre “presente y espectacular, de un humor y una memoria admirables”, Ángela era la partera de varios barrios posadeños. “No puedo acordarme porque eran una cantidad, muchos de ellos son mis ahijados, la menor, de seis meses”, sostuvo Ángela que, linterna en mano, la tijera, un hilo velero para atar el cordón, recorría reiteradamente las calles de El Chaquito, Heller, San Cayetano, Villa Coz y Cantera Santa María.

“La venían a buscar para hacer de partera a domicilio porque las parturientas no querían ir al hospital. Muchísimos niños nacieron con ella, por eso es tan reconocida. Ayudó a mucha gente y siempre tenía predisposición. La muchachada de mi época recuerda que cuando llevaban una serenata, ella se levantaba a cualquier hora de la madrugada para hacerles buñuelos. Cuando la ven, después de mucho tiempo, se largan a llorar”, señaló Abel.
A lo que agregó que “con nuestros vecinos no tenemos el mismo vínculo que el que teníamos con los de estos barrios. Cuando fallecía alguien, uno salía con un cuaderno para juntar dinero casa por casa. Cuando pegaba toda la vuelta al barrio, cerraba el cuaderno con la plata y entregaba esa colaboración a los deudos. Eso, por ejemplo, acá nunca se hizo. Esas vivencias no se quitan con nada”.
“Aprendí esta tarea cuando tuve a mis hijos en el hospital, veía como se manejaban las enfermeras y lo puse en práctica. Me venían a buscar a cualquier hora. En aquellos tiempos, las familias eran numerosas, de trece, nueve, seis hijos. Todos los partos me salieron bien, gracias a Dios nunca tuve un susto, los chicos siempre lloraron al nacer”, rememoró la protagonista de esta historia, que también era “lavandera del Paraná” y enjabonaba los montículos de ropa arriba de las enormes piedras moras del río con jabón en pan Federal.






