En el recorrido de una pareja, hay momentos en que la comunicación se afina, el compartir se vuelve ritual, y la intimidad se transforma en un espacio de creación. Sin embargo, hay un punto de inflexión que define la profundidad del vínculo: la confianza. No como una idea abstracta, sino como una experiencia viva, corporal, emocional y relacional que puede cultivarse día a día.
Desde la neuropsicología, sabemos que la confianza activa circuitos cerebrales vinculados al apego seguro, la regulación del miedo y la apertura afectiva. El sistema límbico, el córtex prefrontal y la liberación de neurotransmisores como la oxitocina y la dopamina participan en este proceso, generando una sensación de seguridad que permite que el vínculo se expanda. Pero más allá de lo biológico, la confianza es también una decisión: una forma de mirar al otro sin juicio, de sostener con presencia, de habitar el vínculo con coherencia entre lo que se dice y lo que se hace.
En el cuerpo, la confianza se percibe como entrega. Cuando una persona se deja guiar sin ver, cuando se permite ser sostenida sin controlar, algo profundo se activa. No se trata de ceder el poder, sino de reconocer que el vínculo puede ser un espacio de sostén mutuo. En ese gesto, se abre la posibilidad de sentir la intención del otro sin palabras, de percibir la ternura en un movimiento, de reconocer la vulnerabilidad como fuerza.
La confianza también se construye en el lenguaje. Hay frases que nunca se dijeron por miedo al rechazo, emociones que quedaron atrapadas en el silencio. Cuando esas palabras encuentran un espacio seguro para ser compartidas, el vínculo se transforma. No por lo que se dice, sino por la calidad de la escucha. Escuchar sin interrumpir, sin responder de inmediato, permite que el otro se sienta visto, reconocido, validado. Y eso es confianza.
En la práctica cotidiana, la confianza se sostiene con acuerdos. No grandes promesas, sino gestos mínimos que se repiten con intención: una frase que afirma, una mirada que acompaña, un momento de presencia plena. Cuando las parejas se detienen a nombrar lo que necesitan para confiar, lo que pueden ofrecer, y lo que acuerdan como base del vínculo, se genera un mapa afectivo que orienta el camino. No se trata de controlar, sino de cuidar.
Cultivar la confianza es también un acto simbólico. Guardar una palabra en un sobre, plantar una semilla juntos, nombrar lo que nos une. Estos gestos, aparentemente simples, activan memorias profundas y generan nuevas conexiones neuronales. La confianza, como una semilla, necesita tierra fértil, agua constante y luz. No crece de un día para otro, pero puede florecer si se la cuida.
Este recorrido no es lineal. Requiere presencia, compromiso y curiosidad. Requiere mirar al otro como un territorio por explorar, y al vínculo como un ecosistema que puede regenerarse. Desde la perspectiva de la Ecosanación Sistémica, la confianza no es solo una emoción: es una práctica, una forma de estar, una decisión que transforma.
Una vez que la pareja ha atravesado el umbral de comunicarse y compartir, el siguiente paso es confiar. Y confiar no es esperar que el otro no falle, sino construir juntos un espacio donde el error no rompa, sino enseñe. Donde la vulnerabilidad no debilite, sino acerque. Donde el vínculo no se sostenga por necesidad, sino por elección.
Porque confiar es también sanar. Y sanar es también confiar.
Anahí Fleck
Magister en Neuropsicología. 0376-154-385152





