Las redes sociales tienen su día especial hoy, una efeméride que, más que una celebración, debería ser un llamado urgente a la reflexión.
Es que si bien estas plataformas nacieron con la promesa de acercarnos y democratizar la comunicación, lo cierto es que hoy son, en muchos aspectos, espejos rotos de una sociedad fragmentada. Si bien permiten que millones de personas en todo el mundo se mantengan cada día más conectados, también fomentaron en gran medida la superficialidad, la desinformación y la cultura del espectáculo permanente. En nombre del “like”, el “follow” y la viralidad, la vida cotidiana se convirtió en mercancía, la intimidad en contenido y la opinión pública en un campo de batalla de ruido, egos y desinformación.
No es un problema tecnológico. Es un problema cultural, social y ético. Las redes no son el enemigo, pero tampoco son inocentes. El desafío es claro: dejar de ser usuarios pasivos para convertirnos en ciudadanos digitales conscientes y críticos. En alguna instancia debemos recuperar el control sobre nuestra atención, nuestro tiempo y nuestra forma de relacionarnos.
Si las redes sociales van a ser parte de nuestro presente y de nuestro futuro, entonces que lo sean en función del bien común y no solo del beneficio económico de unos pocos. Hoy, más que nunca, es urgente preguntarnos: ¿qué tipo de mundo estamos construyendo con cada clic?









